Campo Chico

Mejor por la calle Sacramento (y II)

  • En Los Rosales, apenas si se podía consumir otra cosa que no fuera el fino o el amontillado de Jerez

La calle Sacramento.

La calle Sacramento.

Rosa, la tercera hija de la Tía Anica, una belleza andaluza, estaba casada con Emilio Grande, un madrileño de familia distinguida que dio por estos pagos y se enamoró de ella, y recíprocamente. Era un hombre encantador que frecuentaba Los Rosales, con aquella parroquia irrepetible a la que he de referirme con profusión.

Un poco más allá del Bahía, en el Rinconcillo, me encontraba, en mis veranos de vacaciones, a Rosa con María del Carmen Ramos y su cuñada Magdalena. Me detenía con frecuencia a hablar con ellas de nuestros recuerdos comunes y a contarles mis experiencias en la Ciudad Universitaria de Madrid, cuando aquel recinto lleno de grandes figuras y de magníficos edificios era para mí una nueva realidad impresionante a la que me sentía orgulloso de pertenecer.

Maricarmen pertenecía a una de las familias más notables de aquel tiempo. Su padre, Luis, con su hermano Federico y sus hijos, Adolfo y Federico, eran propietarios de una importante agencia de aduanas cuando estas instituciones formaban parte del dinamismo generador de actividad en la comarca. Los Ramos vivían en ese edificio de buen porte que hace esquina entre la calle Ancha y el Calvario (Blas Infante). Tendremos ocasión de detenernos ante este noble edificio, ante sus puertas de madera colonial labrada y ante la placa dedicada a José Román que está en el muro de su cara norte.

En Los Rosales, el legendario bar del número 2 de la entonces calle José Antonio, lugar de encuentro de la burguesía de la época, de los funcionarios y de los militares, el vino de Jerez lo dominaba todo, apenas si se podía consumir otra cosa que no fuera el fino o el amontillado del Marqués del Real Tesoro, únicos que se servían a granel, y los de las grades marcas jerezanas. Una máquina de café era un simple adorno y unos grifos para cerveza, que no se usaron nunca, apenas asomaban por encima del mostrador.

No se servía café ni cerveza al grifo –para eso estaba el Moya, enfrente, con su empaque de café de tertulias– ni tampoco vio tinto, con una excepción: un reserva de Cune (CVNE) al que muy pocos clientes podían acceder; el vino fino era el rey, flanqueado en ocasiones por un amontillado o un oloroso, seco o dulce, y su dominio debía ser preservado y protegido. Uno de esos excepcionales clientes era don Luis Ramos, hombre de gran auctoritas cuya presencia era celebrada como un acontecimiento, bien que diariamente, hacia las dos y media de la tarde, pasaba camino de su casa desde la Marina. Se detenía en la puerta y dirigiéndose a Ignacio –generalmente sentado en un taburete alto tras el mostrador y frente a la puerta– decía (transcribo la fonética): “Goan camerón de plis mistery tan de goan, goan, goan”. Ignacio, entonces, dirigiéndose a uno de sus empleados le ordenaba: “un riojita para don Luis”. Era una ceremonia de todos los días laborables, incluyendo el sábado, que también lo era entonces. Nadie supo nunca el significado ni jamás hubo interés alguno en traducir la frase de don Luis, pero a juzgar por la reacción de Ignacio, debía estar relacionada con el vino de Rioja y con la personalidad del demandante.

Bajando por la calle Sacramento, antes del cruce con Panadería, a la derecha, llamaba la atención, como ya adelanté, la alfarería de los Contreras; un poco más abajo del Túnel, una inmensa taberna de marineros y transeúntes, al estilo de las novelas de piratas, situada más o menos donde hoy está la pescadería, y el estudio fotográfico del que tal vez fuera el primero de los Gázquez en practicar ese arte. Antonio Contreras Pérez fue compañero mío de pupitre en tercero de aquel bachillerato que ojalá recuperáramos, y eso me permitía acceder al taller y contemplar cómo se hacían los botijos, las vasijas y los platos. Fue justamente el curso en el que se incorporó al Instituto nuestro Antonio López Canales. Contreras fue un gran compañero, de una cortesía y educación exquisitas. En mis vacaciones me veía con él en el Rinconcillo hasta que falleció cuando aún era demasiado joven. Casi enfrente de la alfarería, los curtidos y las famosas botas a medida de Hidalgo y Coronado daban paso a una gran carnicería (hoy convertida en una tienda de pinturas) que daba la vuelta al callejón Santa María. El carnicero, de una familia muy conocida y estimada, la de los Soto, era uno de esos personajes de los que no se puede prescindir para aproximarse al carácter de la sociedad de su época. Una hermana, farmacéutica, con farmacia en la calle Ancha, un hermano, veterinario, habitual de La Perseverancia y, luego, de Las Palomas, y él, Máximo, dotado de un rico ingenio de corte senequista, que le crearía un personalidad singular.

Sobre Máximo Soto habría mucho que contar; se trata de una de las figuras más citadas en el anecdotario popular

Sobre Máximo Soto habría mucho que contar; se trata de una de las figuras más citadas en el riquísimo anecdotario popular. Con sus gafas de cristal amarillento y su varilla de madera noble, era un solterón, elegante, rentista y con posibles, que podía permitirse lujos como el que un buen día le hizo cerrar para siempre la carnicería que regentaba. Un funcionario municipal se acercó a su establecimiento a cobrarle una tasa que a él no le parecía ajustada a derecho. Le dijo pues al muchacho que no la pagaría y éste le advirtió de que podrían cerrarle el establecimiento. Sin decir palabra, se quitó el delantal, se desprendió de los atavíos e invitando al funcionario a abandonar con él la carnicería, bajó las persianas metálicas y le dijo: "ea, pues ya está, cerrada". No la volvió a abrir.

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