Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
COMO todos los años, el homo consummator (la subespecie triunfante del homo sapiens) ha recibido con gusto su sobredosis de mensajes y anuncios publicitarios, al fin y al cabo, una más de entre las muchas (y molestas) rutinas inherentes a las fechas navideñas. Como bien es conocido existen ciertos productos que, en esos días, se anuncian con tan cansina insistencia que incluso llegan a llamar la atención hasta de quienes no tienen ni remota intención de comprarlos. Entre estos productos "estrella" están, sin duda, los perfúmenes. Los fabricantes del gremio tiran la casa por la ventana en publicidad, sabedores de que regalar un tarro de colonia o de una exótica fragancia se ha convertido en un recurso fácil para quedar bien con las personas a las que queremos (o debemos) agasajar (lo cual no deja de ser un contrasentido dado que al tratarse de una cosa tan personal, no parece razonable que otros elijan como tenemos que oler). Hasta no hace demasiado tiempo, lo que hoy es un artículo de lujo era un recurso para tapar el mal olor y así el ahumamiento del personal mediante la combustión de sustancias aromáticas (perfume viene de per fumum -por el humo-) servía para enmascarar el tufo a humanidad de las aglomeraciones públicas. En mi infancia (cuando ya empezábamos a lavarnos con cierta frecuencia: una vez por semana, en baño de zinc) para ir al colegio nos solían poner en el pelo unas gotas de agua de colonia -Añeja de Gal- comprada a granel en la droguería. De mayorcitos descubrimos Varón Dandy y con la aparición de la barba, Floyd, un recio after-shave cuyo efecto más notable era dejarte la cara en carne viva. Lo más parecido que había al concepto actual de perfume era Maja de Myrurgia, una caja que contenía, a la vez, jabón y colonia (una sutil manera de sugerir que antes de perfumarse era conveniente lavarse). Los modestos objetivos de aquellas primeras fragancias, nada tienen que ver con las inmensas prestaciones que ofrecen los modernos 'perfúmenes': desde aumentar hasta extremos insospechados el atractivo sexual del usuario hasta convertir su vulgar vida cotidiana en una aventurera existencia al estilo de Indiana Jones. Son tantos los prodigios que ofrecen los modernos perfumistas que, a su lado, la portentosa nariz de Grenouille (el protagonista de El perfume) no pasa de ser la de un mero aficionadillo. Ahora bien, por alguna extraña razón este sugerente mundo de aromas y efluvios sólo puede darse a conocer en inglés y, sobre todo, en francés. Al parecer la lengua de Cervantes no casa bien con la atmósfera de las sensaciones aromáticas y esto implica que el hipotético comprador celtibérico de lo único que se entera -y a veces ni de eso- es del nombre del producto. En el fondo seguimos siendo unos paletos que nos deslumbramos ante el glamour de lo foráneo y de eso se aprovechan los publicistas. No obstante, los vericuetos del idioma hacen que en ocasiones, la sofisticación se trueque en ridículo cuando, por ejemplo, una monísima chica dice, con voz sensual: eau d´eté (ýodeté) o nos enteramos de que "Mariah Carey huele a M". Son los inconvenientes de no saber que, aquí, es frecuente aspirar la "j" o emplear "m" como eufemismo de "mierda".
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