Roban las espadas del torero Manuel Escribano en la puerta de su casa
El diestro, muy vinculado al Campo de Gibraltar, suplica su devolución en redes sociales: son sus herramientas de trabajo y, para más inri, este lunes cierra la feria de San Fermín con la corrida de Miura
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En Sevilla, donde los toreros son un poco dioses y un poco mártires, a Manuel Escribano le han robado las espadas. No en una emboscada nocturna ni en el fragor de una plaza, sino en la puerta de su casa, a plena luz del viernes. Una tragedia doméstica, casi de andar por casa, que el propio diestro ha denunciado a través de las redes sociales: “Esta mañana me he encontrado con la desagradable sorpresa de que me han desaparecido, en la puerta de mi casa, las espadas de entrenar y de matar”.
Escribano, que arrastra una legión de admiradores por media España y un cariño especial en el Campo de Gibraltar —no sólo por su entrega en los ruedos, sino porque parte de su familia es de Tarifa, donde se le ve con frecuencia—, ha optado por la vía más directa: suplicar. No al cielo, sino al pueblo. Y no venganza, sino regreso; con un poco de prisa además, pues en apenas tres días cierra la feria de San Fermín estoqueando la corrida de Miura.
“No tienen valor para nadie más, pero para mí son herramientas de trabajo fundamentales”, ha escrito el matador en su perfil. “Por eso, y porque creo que puede haber sido alguien del pueblo, ruego por favor que quien las haya cogido las deje, sin dar explicaciones, en el bar Cantina de Gerena”. Una escena entre la desolación y la costumbre: las espadas que no claman sangre, sino rutina.
El torero ha ofrecido incluso una pista: una de las espadas lleva grabada la numeración 070 y las iniciales E. Muñoz. Pequeños detalles que delatan lo íntimo del hurto. No se llevaron oro, ni un trofeo, ni siquiera una reliquia. Se llevaron, literalmente, su herramienta de matar y a las puertas de Pamplona.
A uno le viene a la cabeza el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de García Lorca, ese lamento donde no hubo príncipe en Sevilla que comparársele pueda, ni espada como su espada. Aunque esto no sea un verso trágico sino una anécdota prosaica, tiene algo de símbolo: un torero sin espada es como un pianista sin manos.
Mientras tanto, Escribano sigue esperando. Tal vez alguien —con un mínimo de conciencia o con el peso de la superstición— deje las espadas donde se le ha pedido. Como si se tratara de un conjuro inverso: no devolver la muerte, sino el instrumento con el que se entrena para esquivarla.
“Gracias de corazón a todos los que compartáis este mensaje”, concluye el torero. Y en ese “gracias” se adivina no la cortesía, sino la esperanza.
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