La Guardia Civil en San Roque (LXXXI)

Las columnas de San Roque (I)

  • Las unidades militares llevaban siempre de guía a guardias civiles como buenos conocedores del terreno

  • Entre agosto y septiembre del 36, el objetivo era tomar la localidad de Jimena y sus barriadas

El guardia 2º Cristóbal Riquelme Lobato, muerto el 5 de septiembre de 1936 en El Tesorillo .

El guardia 2º Cristóbal Riquelme Lobato, muerto el 5 de septiembre de 1936 en El Tesorillo . / E.S.

El 1º de agosto de 1936, el teniente Odón Ojanguren Alonso, jefe de la línea de San Roque, tenía allí los efectivos de los puestos de la residencia, de Jimena de la Frontera, de San Pablo de Buceite y de San Martín del Tesorillo. No llegaban a una treintena de guardias civiles.

Al acatar el bando de guerra declarado en el Campo de Gibraltar por el máximo responsable de la sublevación, teniente coronel de Infantería Manuel Coco Rodríguez, segundo jefe del Regimiento Pavía núm. 7, quedaron bajo las órdenes del comandante militar de la plaza.

En San Roque dicho bando se había declarado el 19 de julio tras la llegada del II Tabor del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Ceuta nº 3, mandado por el comandante de Infantería Amador de los Ríos Cabezón, que había desembarcado horas antes en el puerto de Algeciras.

A este respecto hay que significar la relevancia y trascendencia que tenía para los sublevados proclamar el estado de guerra. Al contrario de lo que algunos pudieran pensar no se trataba de una cuestión estética o de escenificar el poder militar alzado sobre el civil. En absoluto, nada de eso, a pesar de que prácticamente era entregar el “poder” a los militares.

De hecho, el presidente de la República, Manuel Azaña Díaz, siendo presidente del gobierno Juan Negrín López, no proclamó el estado de guerra hasta el 23 de enero de 1939, autorizando por fin a las autoridades militares gubernamentales a dictar los oportunos bandos. Ya para entonces la contienda estaba perdida. Tres días después la ciudad de Barcelona era ocupada por los sublevados. El teniente general Vicente Rojo Lluch, que fue jefe del estado mayor central del Ejército Popular de la República, en su libro ¡Alerta los pueblos!: estudio político-militar del periodo final de la guerra española”, hizo una dura pero muy docta crítica sobre tan tardía declaración del estado de guerra. Dicha obra, cuya primera edición se publicó en 1939 en Argentina, es de libre acceso en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y su lectura es obligada para quienes quieran conocer parte de las principales causas por las que la República perdió la contienda.

La Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, establecía que la suspensión de los derechos y garantías ciudadanas quedaría regulada en la Ley de Orden Público. Ésta, decretada y sancionada por las Cortes, se aprobaría el 28 de julio de 1933, regulando los estados de prevención, alarma y de guerra. En los dos primeros la autoridad civil mantenía plenas competencias en el ejercicio de su jurisdicción y potestades. Sin embargo, en el tercero, se daba a la autoridad militar el principal protagonismo.

Ello era sólo cuando la autoridad civil hubiera agotado todos los medios que en circunstancias ordinarias disponía, y en su caso, los que para las extraordinarias le otorgaban los estados de prevención y alarma. Si no podía por si sola, ni auxiliada por la judicial y la militar, dominar en breve espacio de tiempo la agitación, ni restablecer el orden, se prevendría en un bando que se publicaría con la “solemnidad posible”. Al propio tiempo la autoridad judicial ordinaria se pondría urgentemente en contacto con la militar y el auditor de la jurisdicción castrense, disponiéndose “la inmediata declaración del estado de guerra, procediendo seguidamente la autoridad militar a la adopción de las medidas que reclame la paz pública”.

Una vez declarado el estado de guerra correspondía hacerse cargo del mando a la autoridad militar, quien publicaría los oportunos bandos y edictos donde se contendrían las medidas y prevenciones necesarias. Pero en todo ello, tras la interpretación interesada e ilegítima que hicieron los sublevados de dicha ley, obviaron lo más importante: dicha declaración le correspondía hacerla a la autoridad civil, no a la militar, así como que “cuando la rebelión o sedición se declare en más de una provincia”, correspondía no ya al gobernador civil sino al gobierno de la nación.

Dicha ley establecía que una vez agotado el plazo fijado se procedería a disolver los grupos que se hubieran formado, empleando la fuerza si fuera necesario, “hasta reducirlos a la obediencia”, deteniendo a los que no se entregasen y poniéndolos a disposición de la autoridad judicial.

Por su parte, la autoridad militar dispondría que se instruyeran inmediatamente las causas que procedieran y se formasen los consejos de guerra que debiera de entender los delitos competencia de la jurisdicción castrense. Durante el periodo que estuviera proclamado el estado de guerra las autoridades civiles continuarían actuando en todas sus competencias excepto aquellas relacionadas con el orden público, “limitándose, en cuanto a éste, a las facultades que la militar les delegare y deje expeditas”. Ésta podía adoptar las mismas medidas que la civil en los estados de prevención y alarma.

A tales efectos los Cuerpos de la Guardia Civil y de Carabineros, pasaban inmediatamente a depender de las autoridades militares existentes en su demarcación. Y eso fue lo que sucedió en San Roque.

Dado que la sublevación militar había fracasado, dividiendo a España en dos bandos, la situación degeneró en una fratricida guerra civil, donde la ocupación del terreno al adversario era prioritario. Es por ello que entre las diversas columnas de operaciones que se organizaron y partieron en los meses de agosto y septiembre de 1936 desde San Roque, estaban las que tenían por propósito tomar la localidad de Jimena de la Frontera y sus barriadas de San Pablo de Buceite y San Martín del Tesorillo.

A ésta última marcharía el 4 de septiembre desde San Roque una columna cuyo núcleo principal estaba constituido por efectivos del Tercer Tabor del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Larache nº 4, mandadas por el comandante de Infantería Enrique Rodríguez de la Herrán. Según el extracto de su diario de operaciones, recogido en el historial de dicha unidad, publicado en 2014 por Carlos González Rosado y Juan García del Río Fernández, efectuaron un golpe de mano en dicha barriada, “haciendo prisioneros tras vivo tiroteo, regresando a San Roque”.

Lo que realmente ocurrió fue mucho más trágico, exponiéndose en este capítulo y siguiente, sólo lo relativo a la Guardia Civil. Antes de proseguir hay que corregir que en el capítulo anterior se dijo por error que en la barriada del Tesorillo sólo existía como fuerza armada un puesto de la Guardia Civil, cuando ello sólo sucedía en Buceite. En Tesorillo había otro de Carabineros, encuadrado en la 3ª Sección de Jimena de la Frontera. Estaba compuesto por un sargento, un carabinero de 1ª clase y nueve de 2ª, si bien al carecer de casa-cuartel vivían en casas particulares. Practicaban el servicio denominado de “partida”, vigilando la llamada “tercera línea”, para aprehender el contrabando procedente de la colonia británica de Gibraltar.

Las columnas de San Roque llevaban siempre de guía a guardias civiles como buenos conocedores del terreno y cuando fueron aquel 4 de septiembre hacia la barriada del Tesorillo, lo hicieron con varios componentes de dicho puesto que se había replegado. Entre ellos estaba el guardia 2º Cristóbal Riquelme Lobato que al día siguiente resultaría muerto en enfrentamiento armado.

Continuará.

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