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José Martínez Olmos
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El tramadol ha sido, durante décadas, uno de los analgésicos más recetados en el mundo. Es un fármaco eficaz para el dolor moderado o intenso, es un “opioide suave” porque tiene menor riesgo de adicción y efectos adversos que la morfina u otros opioides potentes. Esa imagen de medicamento seguro y esa inercia que llevamos desde hace unos años de somatizar la vida, ha impulsado su uso hasta cifras preocupantes: millones de personas lo toman a diario, a menudo sin una clara indicación médica o en dolores para los que apenas aporta beneficio real.
Un estudio reciente publicado en BMJ Evidence-Based Medicine (Barakji et al., 2025) ha puesto el foco en esta paradoja: asegura que el tramadol alivia el dolor crónico, pero no es tan efectivo y sin embargo aumenta de forma significativa el riesgo de efectos secundarios, algunos de ellos graves.
Me gustaría hacer una reflexión seria al respecto porque llevo años viendo personas con dolor y recetando medicamentos, y hay afirmaciones que no son lógicas ni justas. El Tramadol es un fármaco potente, que se encuentra en el siguiente escalón de la escalera analgésica después de los habituales que casi todo el mundo tiene en casa, pero que a mi juicio ha pasado a ser de uso fácil por profesionales y pacientes por lo mismo que se ha pasado de ir al médico menos de lo necesario a ir más de lo necesario, lo lógico y lo sobrenatural.
Bueno, y no sólo a mi juicio. Este estudio sobre las tendencias del uso de tramadol en España por grupos de edad y sexo desde 2007 a 2017, puso en evidencia que el consumo de tramadol se ha incrementado en más del 250% en los últimos años, especialmente en mujeres de edades avanzadas en dosis elevadas. Y excepto en el grupo de varones mayores de 75 años que no hubo tanta diferencia, su uso fue mayor en las mujeres con una razón mujer/hombre cercana a 2 en casi todos los grupos etarios. Esto tiene que ver con la percepción catastrofista del dolor de la que hablaba en mi artículo de mujer y dolor, donde se concluye que hay muchos factores por los que las mujeres sufrimos más el dolor, pero que también influyen mucho las creencias socioculturales.
Volviendo al metaanálisis danés que revisó 19 ensayos clínicos con más de 6.500 personas, encontró que el tramadol reducía el dolor pero no tanto como lo esperado. Aun así, los pacientes reportaban cierta sensación de alivio o bienestar. ¿Por qué puede ser eso? Pues porque el tramadol actúa no solo como analgésico, sino también sobre los sistemas de serotonina y noradrenalina, neurotransmisores implicados en el estado de ánimo. Es decir, puede generar una leve sensación de calma o euforia, lo que explica por qué algunas personas sienten “mejoría” aunque el dolor físico cambie poco.
En la consulta médica es habitual ver pacientes que reciben tramadol para dolores inespecíficos: molestias musculares, dolor de espalda leve, cefaleas tensionales o lo que yo llamo “dolores de la vida”, aquellos malestares físicos ligados al estrés, la ansiedad o el cansancio emocional, es la somatización del cuerpo cuando lo sometemos a más de la cuenta o no nos paramos a resolver otros problemas y acaban sumando peso a la mochila de las emociones negativas.
El problema es que el tramadol se convierte, en esos casos, en un calmante emocional más que físico, y se perpetúa su uso porque el paciente percibe “algo de alivio” sin entender que ese efecto proviene más del cerebro que del cuerpo. Este patrón de prescripción favorece la medicalización del malestar cotidiano: en lugar de abordar las causas reales (estrés, insomnio, falta de ejercicio, aislamiento o sobrepeso), se opta por una cápsula que “adormece” los síntomas sin resolver el problema de fondo.
Sabiendo que este fármaco como todos, tiene efectos secundarios, el estudio del BMJ también mostró que el tramadol duplica el riesgo de efectos adversos graves, sobre todo cardíacos y neurológicos, y multiplica los no graves: náuseas, mareo, estreñimiento, somnolencia o insomnio. A largo plazo, estos efectos pueden afectar seriamente la calidad de vida, sobre todo en personas mayores o polimedicadas. Además y no menos importante, al ser un opiáceo, puede generar dependencia y síntomas de abstinencia al suspenderlo, incluso en tratamientos relativamente cortos.
Por eso la reflexión médica es clara: hay que revisar indicaciones y desprescribir cuando sea necesario. El uso indiscriminado de tramadol, como si fuera un analgésico inocuo, debe analizarse de forma crítica, priorizando su retirada progresiva en aquellos casos en que no exista un dolor claramente definido o refractario a otras medidas. O hacer algo que siempre es útil: aconsejar que cuando empiece a calmarse el dolor, pongamos a trabajar el cuerpo con las medicinas naturales: la vida sana y el ejercicio físico.
El dolor crónico es una realidad compleja, influida por factores físicos, psicológicos y sociales. Ningún fármaco puede resolver por sí solo esa complejidad.
Por eso, los expertos en dolor y los médicos de familia insistimos en las medidas higiénico-dietéticas como base del tratamiento:
Bueno, y lo que yo siempre receto: tiempo con amigos de los que alimentan el alma. Estas medidas acompañadas por supuesto de algún analgésico si es necesario, tratan la raíz del dolor crónico y reducen la dependencia de medicamentos potencialmente dañinos.
El tramadol no es el enemigo: es una herramienta que debe usarse con prudencia y por tiempo limitado, en indicaciones claras y con seguimiento médico. El verdadero problema es cultural: hemos aprendido a silenciar el dolor en lugar de entenderlo.
Y cuando el dolor tiene más de emocional que de físico, lo que necesita no es un analgésico, sino escucha, movimiento y acompañamiento.
En medicina, a veces curar no consiste en dar más, sino en quitar lo que sobra.
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