La tribuna

Presencias reales

Presencias reales
Esteban Fernández Hinojosa - Médico

Cuenta G. Steiner que hay experiencias que nos confrontan con lo auténtico y lo inmediato; lo llama “presencias reales”, sintagma que da título a uno de sus libros. Con el médico pasa. Cada gesto, cada mirada y cada silencio comparte la autenticidad que el gran ensayista describe para el arte, un contacto directo con lo esencial, que trasciende la palabra y su semántica.

En la penumbra templada de la consulta, médico y paciente se encuentran como los personajes de un viejo drama que se representa cada día y siempre de forma diversa. La luz filtrada dibuja líneas oblicuas sobre un escritorio con expedientes y recetarios, que son el testimonio mudo de otras historias que han transitado por allí. El aire desprende el aroma del desinfectante alcohólico mezclado con la ansiedad contenida en el ambiente y el aliento retenido del que aguarda un veredicto. El médico lleva su bata como el sacerdote su estola; y más que una tela blanca, se presiente como el emblema de una legitimidad, una armadura simbólica que separa y al mismo tiempo vincula. Los instrumentos corrientes, ya sea la linterna, el martillo de reflejos o los bolígrafos cuelgan como si fueran amuletos de un oficio ancestral. Sus manos, lavadas con un meticuloso ritual, conservan, junto a la frialdad del antiséptico, la calidez de quien se ha entrenado para palpar, consolar y sostener con compasión. Ante ese médico, el paciente deposita algo más que su cuerpo; le entrega el relato de sus miedos, de sus dolores y esperanzas. Con el acto de sentarse al escritorio, condensa la biografía de sus dolencias silenciadas y de aquellos terribles sueños que ahora parecen encontrar un cauce de expresión. El diálogo que se abre es clínico y, a la vez, simbólico. El fonendo que ausculta confirma además que hay alguien que escucha. De alguna manera, las palabras y modales del galeno son fórmulas rituales que ordenan el caos en medio de la incertidumbre. Gestos, como tomar la mano, recetar o levantar la vista para mirar al paciente, generan una experiencia de mayor profundidad que la elemental utilidad que se le atribuye. En ese espacio privado desaparecen las jerarquías sociales y las fronteras culturales y se organizan alianzas breves, pero poderosas. Más que una transacción, me atrevería a decir que es un pacto tácito, en el que uno confía en el otro para que lo ayude a vivir, y ese otro confía en aquel para valorar lo que duele. Si el mundo exterior sigue su curso, dentro dos personas comparten un fragmento de debilidad y cuidado.

La clínica cumple así su misión, pero en medio ocurre un ritual de confianza que, a su manera, se repite desde tiempos inmemoriales. Desde el chamán que interpretaba signos en la hoguera hasta el cirujano que opera bajo la fría luz del robot en el quirófano, la figura del sanador sigue ahí. Depositario de conocimientos, es también guardián de lo esencial, reconoce el sufrimiento del otro y responde con su presencia. Si la medicina ha adoptado ropajes nuevos (hierbas, sangría, antibióticos, resonancias magnéticas), su meollo –un ser humano que se inclina ante otro– no cambia. Dudo de que un algoritmo pueda reemplazar tan ancestral figura. La IA logrará diagnósticos de precisión, procesar a velocidad inhumana o predecir evoluciones clínicas con rigor estadístico. En cambio, no creo que pueda ofrecer lo que el paciente busca en esa penumbra templada, ya sea la mirada que comprende, la mano que se posa sin prisa o el silencio que acompaña. En cierto modo, la figura del médico representa una necesidad ontológica imperecedera.

Cuesta ver que el mundo digitalizado, donde una pantalla media entre el sujeto y su experiencia, pueda acabar con ese espacio sagrado en el que lo humano se encuentra consigo mismo, reflejado en los ojos de quien ha jurado, desde Hipócrates, no causar daño. Como el centauro Quirón, el médico cura desde su propia herida, no desde una superioridad irreal. Olvidar su figura empobrecería la medicina y degradaría la humanidad misma.

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