Una cosa ha quedado clara: María Pombo es influencer de verdad. Si no, no se explica que una intervención suya completamente anodina que se debería haber saldado con un “pues muy bien”, haya merecido tal cantidad de columnas rebatiéndola, mensajes con las manos llevadas a la cabeza, algunos apoyos sensatos, dicterios en televisión, memes de todos los colores. Un escándalo inexplicable, la verdad, en un país como el nuestro donde el desprecio por la lectura ha sido una constante, y de repente ahora parece que nos han tocado la madre. Hay ensayistas, articulistas, pensadores que llevan años, siglos, diciendo con mucha más sustancia y argumentación lo que dijo la influencer y no consiguieron ocasionar la más mínima reacción. Pero va ella, se graba diciendo “que os guste leer no os hace mejores, tenéis que superarlo” –cosa por lo demás tan obvia que da vergüenza ponerla negro sobre blanco– y ha habido periódicos que han encargado estudios neurocientíficos que demuestren los beneficios de la lectura como actividad cognitiva con tal de contradecir a la influencer.
No se ve que lo verdaderamente escandaloso, lo problemático, lo que dice mucho del país –y supongo que de la época– es que haga falta la intermediación de una influencer para que se hable de lo que sea, que hasta que ese “lo que sea” no pase por el comentario –positivo o negativo– de quien ocupa un pedestal de nuestra atención, sin que se sepa muy bien cómo alcanzó a acaudalar tanto seguidor, ningún tema será lo suficientemente interesante. De donde cabe deducir que no es el tema en sí lo que llama la atención, sino la persona que ocupa un pedestal desde el que emite lo que le venga en gana a sabiendas de que podrá ocasionar réplicas que generen polémica. Que a su intervención le haya respondido tantísima pluma explicitando los beneficios de la lectura, o lo mucho que se pierde quien hace ostentación de su antipatía por leer libros, sin que se especifique siquiera de qué libros estamos hablando, o la evidencia de que gente muy entregada a la lectura de día puede dedicarse al asesinato por las noches sin que lo leído le haya servido más que para sortear mejor la vigilancia policial (y por lo tanto leer le ha hecho peor persona), debería deprimirnos mucho: es como si la puerta por la que se accede a un debate en España se hubiera estrechado tanto que sólo si se merece la atención de una de las pocas personas alzadas al pedestal de la atención pública, se puede obtener alguna posibilidad de generar ruido. Luego nos extrañamos de que les paguen tanto por hacer tan poco, pero es que generar ese ruido está al alcance de muy poca gente. Se me dirá: pues vaya nivel. El que hay. Ya digo que sería para deprimirse, sino fuera porque la lectura ayuda mucho a restarle importancia a casi todo.
En cuanto a los beneficios o menos lobos de la lectura, es un cansancio ir contra los evangelistas de la misma, contra las ineptas campañas de promoción de la lectura del Ministerio de Cultura y contra el optimista gremio de editores que insiste en enmascarar la realidad con datos alienígenas que no se sabe muy bien de donde se sacan –y según los cuales en España el 65 por ciento de la población lee libros habitualmente. Parece evidente que la comprensión lectora ha sufrido el embate de la revolución digital y que las cifras del mercado editorial no dicen nada acerca de la lectura en España, sino de la compra de libros. Y parece mentira que se siga sin hacer hincapié en el principal beneficio que trae aparejada la lectura: el placer. Nada de cursiladas tipo “vivir más vidas que la que tengo”, “abolir el martillo del tiempo”, etc. Uno esencialmente lee porque en los libros y en la lectura de ellos encuentra un placer intraducible, es decir, algo que no encuentra en ningún sitio más. Sobre la definición de ese placer se han escrito miles de páginas, pero obviamente a quien no le guste leer tendría que leerlas para enterarse. A quien no le guste leer y hace ostentación de ello hay que decirles sólo lo que les dicen los montañeros a quienes no les gusta trepar montañas: tú te lo pierdes.