Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
Casi un siglo después, y sabiendo lo que luego ocurrió, quizás no puedan creer que, a principios de la década de los 30 del siglo XX, Adolf Hitler era un hombre admirado por mucha gente y no solo en Alemania. La democracia no atravesaba entonces, precisamente, uno de sus mejores momentos. Aunque habían vencido, a los gobiernos democráticos se les reprochaba no haber sabido evitar la espantosa guerra de 1914 y haber impuesto en Versalles una paz humillante que generaba resentimientos y orgullos heridos. También se les responsabilizaba de no haber visto venir la crisis bursátil de 1929 y de conducir al mundo occidental a una debacle económica sin precedentes. La democracia, pensaban algunos, convenía poco al capitalismo y a la expansión imperial en otros continentes, desprotegía a las naciones y erosionaba su grandeza. El abatimiento y la desmoralización que Spengler describió en “La decadencia de Occidente” podía ser aprovechado, sin escrúpulos, por esos líderes que la Historia procrea cada cierto tiempo y que se presentan ante el mundo como salvadores, como defensores de las esencias, las tradiciones y las identidades y reinterpretadores de la libertad y la justicia: líderes que se sienten en posesión de la verdad y que son expertos en inventarse enemigos internos y externos.
En sus comienzos, el Hitler que ahora repudiamos las personas de buena voluntad por haber puesto en marcha el holocausto, por haber arrasado Europa guiado por un nacionalismo feroz y por haberse valido de una propaganda manipuladora, despertaba en mucha gente, como digo, verdadera admiración. Gustaban su chulería, su carácter recio, su incitación a la violencia, su descaro ofensivo y provocador y su actitud retadora. Su capacidad para ir absorbiendo el poder político en su persona y para anular a las oposiciones se consideraba la única forma de defender un orden social que, según una propaganda falsaria, estaba amenazado. En el fondo, era muy sencillo: se tocaba la fibra sensible de la gente con promesas y mensajes simples, que requirieran escaso análisis intelectual, pero muy emocionales. Se identificaban los colectivos presuntamente peligrosos para la sociedad y se les acusaba de conspiraciones, defraudación y corrupción de la raza propia. Se negaba la ciencia y se alimentaba el socialdarwinismo. Dentro de Alemania, el aparato político le construía al Führer una imagen de líder mesiánico. Fuera, crecía la germanofilia. Siguiendo las doctrinas maurrasianas, Hitler proponía una sociedad católica, pero aborrecía el cristianismo por considerarlo débil y bondadoso, porque preconizaba el amor a unos prójimos que él, en cambio, proponía destruir.
Para que el régimen totalitario y su líder ascendieran, otros se tenían que hundir y para ello se les desacreditaba, humillaba y acusaba permanentemente de los peores males. Las instituciones estaban en cuestión. El insulto, el infundio y la información manipulada proliferaban. ¿Les suena?
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