Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Para una vez que acertaba…
WERNER Heisenberg fue un brillante matemático y físico alemán cuya contribución resultó crucial para el desarrollo de la mecánica cuántica. Uno de sus logros fue el enunciado del principio de incertidumbre el cual viene a decir, en esencia, que a escala atómica resulta imposible determinar con precisión dos variables de una partícula como son la velocidad y la posición ya que la simple injerencia del observador para medir una de ellas implica la modificación de la otra. Trasladado al ámbito de lo cotidiano -para que lo entiendan los damnificados de la Logse- es como si este sagaz científico hubiese demostrado matemáticamente que si usted llama a alguien a un teléfono fijo sabrá con seguridad desde que lugar le responden pero no tendrá certeza de quién se le pondrá al aparato, en cambio si llama a un móvil, lo que conocerá de antemano es quién le va a contestar pero no podrá asegurar dónde se encuentra esa persona; en todo caso, con independencia de la tecnología que emplee, es evidente que su llamada alterará la actividad de su interlocutor. Por esta aparente chorrada a Heisenberg le concedieron el Nobel de Física en 1932 y lo que todavía es más sorprendente, con ella, logró explicar prácticamente todo el mundo microscópico estableciendo, entre otras cosas, las bases para que yo pudiese escribir y enviar este artículo desde un pequeño ordenador portátil.
Lo curioso es que el fundamento del principio de incertidumbre, esto es, la influencia del observador en el fenómeno que estudia, puede ser aplicado con toda propiedad a cuestiones que ni de lejos tienen que ver con la mecánica cuántica como puede ser el mundo de la información. Si algo define nuestra sociedad es el volumen y la inmediatez con la que recibe (o consume) información, por tanto, se convierte en asunto trascendente el conocer la fiabilidad o no de la misma. El ejemplo más sencillo de que se cumple el enunciado de Heisenberg lo tenemos en las retransmisiones televisivas de cualquier acontecimiento: el sujeto-partícula está estable en su asiento formando parte del público asistente pero, en cuanto nota que le enfoca la cámara modifica su estado y empieza a hacer aspavientos con una mano mientras que con la otra llama por teléfono a la familia. El telespectador deduce, sin duda, que está ante un gilipollas, conclusión que, aunque cierta, difícilmente hubiese sacado sin la mediación del objetivo examinador. Algo más sutil pero innegable, es el cambio que se produce en los políticos cuando se sienten objeto de la atención mediática. Este curioso género de partículas reacciona mutando de tal forma que el observador percibe en ellas las propiedades contrarias a las que en realidad tienen, esto es, dan la impresión de que ceden generosamente su energía a las incautas partículas-votantes cuando lo que hacen -en ausencia de los focos- es chuparles hasta el último electronvoltio. La perversidad de estas partículas es tal que llegan a conchabarse con los observadores (v. g. Canal Sur) al objeto de que el resultado del experimento sea un camelo de muchísimo cuidado. Situación que responde con exactitud a otra de las afirmaciones de Heisenberg: "La realidad objetiva acaba de evaporarse".
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