Las mesas del bar casi se rozan. La normalidad tras la pandemia hace ya unos meses que se apoderó de los salones de todos los bares y las espaldas de los comensales prácticamente se saludan sin querer. Tanto es así que tú estás untando la manteca colorá a la hora del desayuno y te empapas en un plisplás del resultado de las pruebas del colon del señor que está enfrente.

Este martes desayuné en el bar Torres, junto a la Alameda, en San Roque. Hasta allí me llevó la VII Edición del Salón del Estudiante y, estrecheces de la aglomeración, acabé hablando con María, una señora de unos ochenta años que conocí sobre la marcha.

María es una de esas mujeres a las que enseñó su abuela a leer y escribir recién terminada la guerra civil, antes incluso de que la llevaran al colegio, y luce sus labios ligeramente pintados, sin estridencias, pulseras de oro y anillo con media perla gorda a juego con su collar. No le falta un perejil y su cabeza y su verbo, maduros en su sabiduría, fluyen con singular sincronía.

Creo que llevaría en el bar más de una hora. Ya había desayunado y andaba esperando a una prima con la que había quedado para acercarse al mercado. Contaba que antes había más respeto en los colegios y que los maestros eran sagrados. "Vamos -comentaba- ibas tú a replicarle a un maestro o a faltarle al respeto, porque las sardinetas que no te daban en la clase te las pegaban tus padres en la casa si se enteraban que te habías pasado de la raya".

María huele a colonia propia de las señoras de su edad que, en realidad, no sabría muy bien explicarles de qué olor se trata pero seguro que me entienden si les digo que es el aroma característico de las colonias de las mujeres de ochenta años, con una mixtura entre jazmines y canelas, justo el agradable olor de los domingos de nuestras abuelas.

Me dice que tenía un libro en el colegio que le servía para todo, no como ahora, y que escribían en unos pizarrines con trozos de cal de formas irregulares, con unos picos duros que rechinaban y te ponían los pelos de punta.

María se levanta con viveza apoyada en su bastón y, mirándome con total naturalidad, deja su bolso sobre la mesa y me pide que le eche una miraíta mientras va al baño. Yo, que soy bien mandado, obedezco sin rechistar y espero a que vuelva mientras pienso que no están los tiempos para confianzas a primera vista.

"Bueno, María, que tenga usted un buen día", le dije. Y allá que se fue con sus ochenta años de historia camino del mercado, sin su prima, derecha como una vela y con sus labios discretamente pintados para desafiar al mundo y repartiendo a su paso el aroma de la historia de una mujer de todos los tiempos.

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