Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De facilidades
Uno vuelve de Colombia extrañando el calor seco español y barruntando que dos días en Madrid, con sus empellones en el metro, bastarán para echar en falta las carantoñas del colombiano. Uno se sienta en el avión en Bogotá y se pregunta cómo este pueblo melifluo ha podido matarse tanto, e imbuido por una concepción errónea del mal se le quedan los cataplines pétreos cuando le dicen que en La Casa de la Paz la que le ha servido la cerveza se llama Doris y ha estado 15 años en la cárcel por matar a cinco personas. Uno recuerda entonces haberle dado las gracias por la birra a esa sexagenaria simpaticona y haber escuchado de su boca un “con gusto, mi vida”, y se la imagina más plantando claveles en la boca de los fusiles que empuñándolos.
Hay en el país una abigarrada gama de contrastes y contradicciones, y en Medellín, por ejemplo, el guía pasa por alto la monumental Catedral Metropolitana, erigida sobre un parque del que temes salir desnudo, pero nos propone visitar un centro comercial que parece ser el orgullo de la ciudad.
Más tarde, en la plaza Botero, nos explica una a una las gordas esculturas del maestro del volumen, pero parece percibir un runruneo e interrumpe su discurso: “¡Chicos, dense la vuelta!”, nos dice jubiloso. Y esperamos, por su vigor, encontrarnos con algo inolvidable, pero solo vemos un tren. “¡El metro!”, aclara. Se comprende entonces que el paisa, fuertemente castigado por el plomo y estereotipado por Netflix, valora más la cristalera de la tienda de Apple que el balconcito de la casita colonial.
Colombia puede parecer tierra de incoherencias, pero uno entra en sus bosques, en sus selvas y en sus cafetales, con sus bananeros para dar sombra, y se le revela la concordancia del mundo; y celebra que, al contrario de lo que sucedió en Macondo, no llegue allí ningún ferrocarril amarillo como una cocina arrastrando un pueblo; y maldice impulsivamente porque por las noches no le dejan los murciélagos aprovechar la piscinita privada de la habitación del hotelazo, pero se para, piensa y entiende que no es más que un intruso en la pureza de la naturaleza.
Para terminar está la bella Cartagena, que tiene, como Cádiz, algo de mejor ciudad de un país. Por sus callecitas tan andaluzas camina la negra cartagenera, con esos ojos color miel y esos andares caribeños insoslayables, y ante las cenizas de García Márquez se tiene la certeza de que, efectivamente, esta tierra necesita de magia para explicarse.
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