Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De facilidades
La historia de una nación aúna periodos estables y convulsos, rupturas e inicios que se suceden como en una travesía los días de calma y tempestad. Cada generación es llamada a superar desafíos, a vivir triunfos y derrotas, a sufrir y a celebrar, a reír y a llorar. Puede afrontar su sino fundiéndose en un abrazo, mirándose con recelo, rechazándose o, tristemente, enfrentándose. Un país es una comunidad, diversa como las ramas de un árbol pero unida por un recio tronco que se abraza al suelo con profundas raíces. Hombres y mujeres vinculados libremente por el cumplimiento de obligaciones comunes y recíprocas. La civilización arraiga cuando somos capaces de equilibrar el yo con el nosotros y sumar voluntades para alcanzar un bien común, mayor y más justo.
Escribió Simone Weil en Echar raíces que un país puede amarse por dos razones que son amores distintos. Se puede amar el mito, cincelando en mármol la pasada gloria y venerarla o amar la misma vida, sujeta a golpes y expuesta a riesgos. Amar el pasado que a veces fabulamos o el presente desde el que construir el futuro. Elegir entre adorar la leyenda o sentir ternura hacía lo que nos une; la debilidad asumida junto a nuestras contradicciones y fragilidades, lo que demuestra un amor mucho más puro. Amar la fragilidad –concluía la filósofa– es amar la auténtica belleza, pues sentimos vivamente que lo verdaderamente hermoso debería ser eterno.
Hace cincuenta años, una generación de españoles asumió que sublimar el patriotismo, ese intenso amor al propio país que es la comunidad con quienes compartimos la vida, exigía renuncias y entrega. Relegar el yo y primar el nosotros. Tender puentes y despojarse de odios y rencillas. La democracia, al fin, debía convertirse en un sueño cumplido y dejar de ser algo para lo que decían que no estábamos preparados, una sombra en la caverna. Y se alcanzó tras un enorme esfuerzo. Porque no hay travesía sin tormentas ni devenir nacional ajeno a las crisis. Amar a un país nos pide ser compasivos en el más noble sentido del término; sentir que la fraternidad es la raíz permanente y necesaria sobre la que erigir la sociedad en la que queremos vivir.
Y hace medio siglo, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, líderes políticos y ciudadanos, del Rey abajo, todos, nos demostraron que era posible desprenderse de lo que nos separaba para reforzar lo que nos une. Y por encima de todo, amaron a España.
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