Sal de mi ola, forastero
Sal de mi ola, forastero
Quien se monta a diario en una bicicleta que le prestaron acaba convencido de que es suya. Que la posesión de un bien de forma continuada llegue a ser propiedad es algo que contempla el Derecho, aunque el bien –un terreno, un rebaño o una vivienda– no puede pasar a ser de un cualquiera si no ha sido abandonado por su dueño originario. Y, a la vez, el nuevo ocupante, a lo largo del tiempo y públicamente, de forma pacífica e ininterrumpida, se posesiona de la cosa. Yo no estoy de acuerdo; de forma natural me parece injusto. ¿Cuenta la opinión de un lego? Si tus ahorros o los de tus mayores son ignorados por ti, es cosa tuya. Pero no hablemos de propiedad privada, de usucapión ni de la llamada función social de la propiedad que esgrime quien, claro, no es un propietario en el brete de ser desposeído porque alguien se adueñe, poco o mucho tiempo, de lo que no es suyo. No es suyo, ¿cómo decirlo mejor?
De lo que no se puede apropiar nadie es de “lo público”. De una encina en la que decide un individuo vivir, o reclamar desde ese árbol lo que aquel personaje de Amarcord: “¡quiero una mujeeer”. La encina será de alguien; la mujer que él anhela es suya, de ella. Hablemos de un espacio sin escritura notarial, a uno tan líquido como las buenas olas para surfear que rompen en una playa cualquiera. De quién es la playa se puede discutir poco. A quién pertenecen las olas es indiscutible: no son patrimonio de quien es un virguero del surf que, por afición y pasión, usa a diario el mar: una entidad que nunca es un día igual que el siguiente. No. Las olas no son tuyas, ni tú estableces quién las puede correr ni en qué turnos. Si te molesta alguien en tu deporte, paciencia, hermano. O paga la reserva por medias horas. Es como si en una acera un ciclista da la bronca a un peatón por ir despistado: el derecho a la caraja viandante es superior a las prisas del ciclista rodando en una orilla de la vía pública reservada al paseante o peatón. ¿No?
Viví en directo cómo, en una playa de Cádiz, los surferos indígenas trataban como intrusos y negaban el libre correr olas a gente de otros sitios, o a bañarse donde les viniera bien. Con ostentoso y pandillero totalitarismo: “Estas olas [que nunca serán las mismas] son nuestras, de los de siempre: váyase usted a Málaga, a Faro, a Isla Canela, a Cabo de Gata o al Guadalquivir. Y si no, y se le digo gruñendo, póngase en cola, respete nuestras indocumentadas normas, y no me fastidie la mejor onda marina del día: inútil, forastero, dominguer. O le daremos la bronca en comando de neopreno. Y una pedrada y dos mascadas”.
Está pasando. Pasó en Tenerife, acabo de leer. Entiendo –es guasa– que los surfistas apoquinan impuestos o tasas sobre las olas, y que la autoridad marítima establece horarios excluyentes pagados por horas por los usuarios que reservan cachos de mar, como pistas de pádel. ¿O no entiendo nada? Tu ola no es tuya, crack; la casa que no es tuya no es tuya y no puedes ocuparla; mi coche lo pagué yo y no puedes hacerle un puente y robármelo por no usarlo. Las encinas son del dueño de la finca; o son comunales y, por tanto, tampoco son tuyas. Derecho a la Ola, usucapir el mar. ¡La ola, para el que la trabaja!
China crea una nueva y terrible inquietud para la gente corriente: fabrica islas militares itinerantes. No son acosos y tragantadas de un chulo de playa: son armadísimos semovientes, siniestros príncipes de las mareas.
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