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Un verano con Marc Chagall

Guggenheim de Bilbao

El Museo Guggenheim de Bilbao explora la génesis del estilo del pintor en una exposición centrada en sus primeros trabajos en Vitebsk y París

'Las fresas o Bella e Ida en la mesa', 1916. Colección particular / Marc Chagall, Vegap, Bilbao, 2018
Charo Ramos

09 de agosto 2018 - 06:05

Bilbao/Marc Chagall. Moishe Segal. O Mark Zakarovich. Tantos nombres, tantas identidades, para una vida azarosa y errante que nos ha legado una de las obras más genuinas del siglo XX. Hace ahora un siglo, en 1918, Mark Zakarovich peleaba desde su ciudad natal por defender su proyecto pedagógico, un centro estatal donde hasta los más desfavorecidos pudieran aprender eximidos del pago de la matrícula. Pocos meses después, aquellos que habían sido sus alumnos y varios amigos a los que había contratado como profesores, entre ellos Malévich y El Lissitzky, se unieron contra él y forzaron su expulsión como director de la Escuela de Arte de Vitebsk. Era demasiado lírico, demasiado figurativo, para unos tiempos donde revolución debía equivaler a abstracción, adujeron sus adversarios al quitarse las caretas. Le hicieron un favor porque Chagall no hubiera sobrevivido a la represión posterior de Stalin. Para él, el arte sólo era revolucionario si era libre e individual.

El poeta de los pinceles que miraba la religión con distante ironía, pero no así la cultura popular rusa y jasídica, había abrazado con entusiasmo la Rusia bolchevique porque había decretado por primera vez la igualdad de los judíos. Por ella se convirtió en Comisario de las artes de Vitebsk, en un funcionario. Pero en 1919 estaba condenado a una nueva huida que le llevó primero a Moscú, donde fue director del Teatro Estatal Judío mientras su familia se refugiaba en el campo, y después a Francia, donde morirá en Saint-Paul de Vence, en 1985. En 1922 abandonaba Rusia para siempre, como lo había hecho Kandinsky.

En su primera estancia parisina, entre 1911 y 1914, había descubierto el cubismo y la vida bohemia en los abigarrados estudios de La Ruche, y se había prometido a sí mismo que sólo agacharía la cabeza ante sus admirados Cézanne y Rembrandt. Ahora Francia será su patria definitiva, salvo por el paréntesis en que huye para evitar las deportaciones nazis y se convierte en Estados Unidos en el pintor célebre que todavía es hoy.

'Rabino en negro blanco', 1914. Kunstumuseum Basel / Marc Chagall, VEGAP, Bilbao, 2018

El amor por el lugar de origen puede ser tan intenso que duele incluso nombrarlo. Muchos de los afectos más importantes en la vida de Chagall se convirtieron también en grandes decepciones. Tal vez por ello, evita citar por sus nombres a Malévich y otras figuras que acabarían sucumbiendo al delirio de aquel tiempo. En las asombrosas páginas de Mi vida (Acantilado)Mi vida, el único libro que escribió Chagall (completado en 1922 y revisado después), y que dedicó "a mis padres, a mi mujer, a mi ciudad natal", asoman sin rabia todos los pasajes de una biografía que arrancó en 1887 en Vitebsk, una pequeña ciudad de provincias de la Rusia imperial sujeta a los ritmos ancestrales, donde se calentaba el samovar y se suspiraba por mendrugos de pan con mantequilla al caer el día. Donde las familias humildes como la suya lo tenían muy difícil para llegar a fin de mes o salir del gueto, pues se necesitaba un permiso especial del zar para dejar la zona de asentamiento judío y residir en San Petersburgo.

Pero él lo consiguió. Y de cómo Moishe Segal se convirtió en el Chagall que hoy conocemos trata una excelente exposición que el Guggenheim de Bilbao ofrece hasta el 2 de septiembre con el patrocinio de la Fundación BBVA y donde se reúnen varias obras maestras de su primera etapa, pinturas y dibujos que sobrevivieron milagrosamente a la guerra, a la codicia, al engaño. Gracias, en buena medida, al compromiso de los mecenas privados que aportaron la ejemplar colección de Chagall del Kunstmuseum Basel. El museo de Basilea ideó este proyecto que el Guggenheim enriquece con sus valiosos fondos propios y con la coordinación de la comisaria Lucía Agirre. En Chagall. Los años decisivos, 1911-1919 está la génesis del estilo de Chagall y también su obra más descarnada, pintada décadas antes de que su marca personal se identificara con un lirismo naif poblado de animales voladores y violinistas sobre el tejado.

La reunión de Bilbao, de 86 pinturas y dibujos, es excepcional también porque no faltan los primeros cuadros pintados en Vitebsk (ahora parte de Bielorrusia) y San Petersburgo, donde retrata a su prometida Bella Rosenfeld, a su madre o a sus vecinos con un color todavía apagado que se intensificará tras su llegada a Francia. Vierte aquí influencias variadas, como su gusto por el arte religioso ruso, que le lleva a admirar al cretense El Greco, formado en la pintura de iconos, y a Andréi Rubliov, a quien consideraba “nuestro Cimabue” y de quien Tarkovski nos dejó un admirable retrato fílmico en 1966.

'Mi prometida con guantes negros', 1909. Kunstmuseum Basel / Marc Chagall, VEGAP, Bilbao, 2018

Bella, la hija de una próspera familia judía de joyeros, también había nacido en Vitebsk pero, como recordaba su futuro marido, ella siempre comió pasteles en lugar de pan duro. Los retratos que Chagall le dedica a su musa, que fallecerá prematuramente en Estados Unidos en 1944, plasman su enamoramiento y también su elegancia. Bella fue una mujer avanzada a su tiempo, que llegó a posar desnuda para él antes de casarse, tocaba el violín, escribía (suya es la traducción del ruso al francés de Mi vida) y se licenció en Filología en la Universidad. El joven Chagall nos la muestra en el Retrato de mi prometida con guantes negros (1909), una de sus primeras obras maestras, con un uso muy libre de ese color que, para él, tiene siempre un componente emocional.

Realizados antes de dejar Rusia en 1911, estos cuadros han sobrevivido milagrosamente porque Chagall tuvo mala suerte con su producción, lo que le hizo versionar varias veces sus obras. Su familia, como recuerda en Mi vida, usaba a menudo sus pinturas para secarse los pies o quitarse el barro de los zapatos. Cuando empezaba su carrera, combinando períodos autodidactas con clases de pintura en San Petersburgo junto a Léon Bakst, dejó a un enmarcador de cuadros unos cuarenta de ellos en depósito pero al recogerlos el estafador le echó a gritos y negó conocerle. En 1914 expuso en Berlín, en la galería Der Sturm, su primera individual: cuarenta lienzos y un centenar de dibujos que asombraron e influyeron a los expresionistas alemanes. Pero su galerista, creyéndolo muerto durante la Gran Guerra, los vendió y se deshizo de ellos. Desde Berlín, en lugar de regresar a París, Chagall había viajado a Rusia para asistir a la boda de su hermana y ya nunca pudo salir de allí ni comunicarse con sus amigos extranjeros hasta que acabó el conflicto. Sus compañeros de la bohemia parisina le consolarían diciéndole que fue en Berlín donde se hizo famoso.

Fue este galerista alemán, Herwarth Walden, uno de los personajes clave en sus años parisinos y por ello Chagall inscribe su nombre junto a los de Blaise Cendrars, Apollinaire y el periodista italiano Ricciotto Canudo en el cuadro que mejor define sus coqueteos vanguardistas: Homenaje a Apollinaire (1913), elegido como portada de la muestra y de su catálogo, un libro espléndidamente coeditado por La Fábrica y el Guggenheim Bilbao que amplía el placer de la visita y se lee como una obra autónoma a la misma. En este lienzo, de gran formato, Chagall amalgama todas las influencias que le rodeaban en París en ese momento y la huella de las otras personas de su círculo, como Pablo Picasso, Jacques Lipchitz, Robert y Sonia Delaunay.

'Homenaje a Apollinaire', 1913. / Marc Chagall, VEGAP, Bilbao, 2018

Probablemente de todos los ismos que absorbe, considera Lucía Agirre, el que más le influyó fue el orfismo de Robert Delaunay. El juego con las formas abstractas y geométricas, el interés por el movimiento, están muy presentes en este Homenaje a Apollinaire donde Chagall inserta a Adán y Eva en círculos giratorios y los representa según la tradición judía oral del Génesis, esto es, creados por Dios en un solo cuerpo.

Nada más llegar a París en 1911, Chagall había pintado un cuadro esencial, La habitación amarilla, donde incluye ya sus característicos animales con rostros humanos y sus cabezas rotadas como girasoles. Tras instalarse en el enjambre de La Ruche, el estudio más barato que podía alquilarse en París, junto a los mataderos de Montparnasse, pinta El vendedor de ganado (1912), obra maestra propiedad del Kunstmuseum Basel. De 1913 es París a través de la ventana, donde su percepción de la urbe está contagiada por sus recuerdos de su ciudad natal e imágenes del folclore ruso. El motivo del cuerpo volteado cobra cada vez más fuerza en su producción.

La nostalgia es un arma de doble filo porque, para cuando regrese a Vitebsk y el estallido de la guerra lo recluya allí, el ambiente le parecerá asfixiante y provinciano y sólo deseará volver a París. Para colmo, el zar considera, dadas las bajas y calamidades del frente, que los judíos no están comprometidos con su causa y los acusa de colaboracionistas. Los pogromos no se harán esperar y el propio Chagall, que consiguió pasar la guerra haciendo tareas administrativas en una oficina del ejército, se escapa de alguno por los pelos. Muchos de sus dibujos de este período son sombríos retratos de soldados caídos en las trincheras.

'Paseo', 1917/18. Museo Estatal Ruso de San Petersburgo / Marc Chagall, VEGAP, Bilbao, 2018

Entre 1914 y hasta la Revolución de Octubre, Chagall se obsesiona con esos predicadores ambulantes que iban de casa en casa para procurarse alimento, vestidos con ropas anchas y a veces con andrajos. Con ellos inicia la serie erróneamente llamada “de los rabinos”, que en Bilbao está expuesta íntegra porque a los tres conservados en Basilea, entre ellos el Judío en negro y blanco (1914) al que vistió con la ropa de oración de su padre, se une el explosivo Judío rojo, el único que permanece en Rusia, en el Museo Estatal de San Petersburgo. Son retratos frontales y a gran formato de hombres anónimos, algunos de ellos mendigos a los que paga por posar, con los que representa valores esenciales de su cultura y modos de vida en extinción.

Este segundo y último período en Vitebsk inspira también los cuadros que celebran el amor conyugal y la vida familiar, la poesía y la luz en unos tiempos especialmente convulsos, como Paseo o El cumpleaños. Y dejan una obra maestra deliciosa que se nutre de su interés por la perspectiva y de su amor por esos bodegones de Chardin que tanto admiró en el Louvre, adonde iba a menudo a visitar la obra de Rembrandt: Las fresas o Bella e Ida en la mesa (1915). Retrata aquí a su primera esposa y a su hija.

Meret Meyer, la hija de Ida, es la vicepresidenta del Comité Chagall que gestiona su legado y asesora sobre su obra a distintas exposiciones, como la que el Museo Judío de Brooklyn inaugurará en septiembre dedicada, justamente, a las relaciones de Chagall con Malévich y El Lissitzky en la Escuela de Arte de Vitebsk. A ella le emociona este pequeño cuadro, perteneciente a una colección particular, aunque apenas reconoce el rostro de su madre. “Es una visión muy personal pero está su esencia”, asegura.

'La partida a la guerra', 1914. Colección particular / Marc Chagall, VEGAP, Bilbao, 2018

Chagall siempre fue fiel a su pintura y hoy, cuando tantas personas abandonan como él sus países, y se llevan consigo sus raíces y su propia historia, su nieta cree que su obra tiene un eco especial. “Chagall nos enseña que uno puede renovar su vida aunque haya perdido su tierra; que todos hablamos con distintas voces y pinceladas, y que debemos aprender a convivir y convertir esto en fortaleza. Ése es para mí el mensaje de esta exposición: cómo convertir en un tesoro y no en una pérdida lo que hemos dejado atrás. Mi abuelo, que tenía un gran conocimiento de los pigmentos, lo hizo rejuveneciendo los colores dentro de ellos mismos. Hoy estos cuadros tienen una fuerza increíble, están más vivos incluso que cuando se pintaron”.

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