Nuria Labari y la caza del rayo
Literatura
La autora regresa al cuento con ‘No se van a ordenar solas las cosas’, un volumen sobre el “malestar” con el que vivimos que presenta este miércoles en Málaga.
'Por donde pasa el silencio', ese lugar que llamamos casa
“¿Está en garantía? Debería. No duran nada las cosas ahora, cada vez duran menos. Todo lo viejo ha perdido valor, empezando por mí. No me siento capaz de afrontar esta lucha a muerte con lo cotidiano, esta rebelión de los objetos, esta complicación constante de la vida por culpa de la tecnología”, se dice un anciano judío angustiado por la avería de su lavadora, un sobresalto ante el que la memoria del hombre se desborda igual que el agua con detergente de esa máquina. Con ese desastre doméstico como trasfondo, el tipo se pregunta por el amor y la guerra, la percepción errónea que tenemos de la edad y del tiempo, tal vez todo aquello que define la experiencia humana.
Nuria Labari (Santander, 1979) reivindica la capacidad de ponerse en la piel del otro que siempre brindó la ficción en No se van a ordenar solas las cosas (Páginas de Espuma), un libro de cuentos que presenta este miércoles a las 19:00 en el Ateneo de Málaga en un acto en el que estará acompañada por la gestora cultural Cristina Consuegra. Un volumen, el regreso de la escritora a la narrativa breve 15 años después de Los borrachos de mi vida, en el que Labari se desdobla en un joven vigoréxico, una mujer que observa con extrañeza al servicio doméstico, una turista que perpetúa otra forma de colonización en los paisajes más exóticos. “Creo que la literatura está contribuyendo a esta idea que nos afecta como sociedad, en la que cada uno está solo frente a su propio relato. Es muy legítimo que cada uno pueda tener su propia voz y cuente su experiencia, pero todos los que leemos empezamos a echar de menos ese ejercicio de escucha que siempre ha sido imprescindible en la literatura”, explicaba la autora hace unas semanas en un taller que impartió en la librería Casa Tomada, en Sevilla. En No se van a ordenar solas las cosas, los personajes se expresan en yidis o en tamazigh, con términos oriundos de Bolivia o con una jerga propia de la adolescencia.
Una variedad de registros con la que Labari, que reflexiona sobre el lenguaje en varios de los relatos, dispone un coro: “Escribir cuentos es como ser un director de orquesta que tiene un solo de violín y que necesita un saxo para contrarrestar. Tengo la impresión de que se está llamando novedades a libros que abordan nuevos temas, pero no nuevas formas de contar. Yo misma, si hubiese sido una pintora, he usado una paleta muy pequeña, y ahora me interesa añadir texturas, pegar papeles y dar consistencia al cuadro”.
“Creo que hemos perdido la capacidad de escucha, algo fundamental en la literatura”, opina Labari
La autora, consagrada en los últimos años a la novela (La mejor madre del mundo, El último hombre blanco), defiende que el cuento “es parecido a un rayo poético” y armar un libro de relatos requiere “estar atenta a la tormenta. El cuento te exige una relación casi erótica con el lenguaje, con el mundo, un estado de gracia que raramente se da en una narración larga”. La novela, prosigue Labari, “se puede hacer con determinación; al principio se produce un flechazo, un enamoramiento, pero después te espera un matrimonio, te casas con esa idea y vas a tener que respetarla todos los días de tu vida”, compara una creadora que recuerda como una “celda” la dedicación que le supuso El último hombre blanco. “Vivir en ese libro cuatro años fue asfixiante. Me dije: De aquí voy a bailar. Y llegué con mucha alegría al cuento”.
El punto de partida de No se van a ordenar solas las cosas, titulado así por un poema de Wisława Szymborska, fue sin embargo una punzada parecida al desconcierto. “Para ponerte a escribir, para saber qué quieres contar, debes sentir algo, ya sea molesto o glorioso. En este caso fue el malestar, ese ruido ante el mundo apocalíptico del que nos hablan todos los días, y que de hecho habitamos. Cada mañana desayunamos con una guerra, con una crisis climática, con las manifestaciones por la vivienda o el aceite que ha subido muchísimo, pero por otro lado nos atosigan con el discurso de la psicología positiva, el hazte a ti mismo, el lo vas a conseguir, y en ese sándwich en el que estás en medio sólo caben la locura y los ansiolíticos”, concluye entre risas. “Que el mundo está ardiendo lo sabemos desde el Antiguo Testamento, desde las tragedias griegas, pero por primera vez compaginamos ese miedo con el mensaje, ciertamente extraño, de que todo va a salir bien”.
Como uno de sus personajes, que lee las cartelas de los museos convencida de que el arte ayuda a descifrar el mundo, Labari se pregunta en sus páginas por la inquietud que le suscita la realidad. “Los autores, digamos, literarios prefieren describir las guerras púnicas a lo que está ocurriendo en Gaza”, opina la narradora, que matiza que “no creo que sea el lugar de la polémica, de la columna de opinión, del dogma. Pero me interesa preguntarme por cómo nos comportamos ante la inmigración o por las relaciones de poder en el amor. Es cierto que la literatura lleva tiempo, y yo soy una persona muy impaciente. Mi primera novela [Cosas que brillan cuando están rotas] trataba del 11-M, y se publicó, creo, cuatro años después de los atentados, cuando la sociedad no quería leer de un tema tan doloroso y tan reciente”.
En No se van a ordenar solas las cosas, Labari vuelve a exhibir esa valentía para moldear personajes controvertidos, indudablemente humanos. “Es que escribir El último hombre blanco fue como hacer un máster”, dice de una novela que giraba sobre el despiadado mercado laboral y en la que su protagonista abrazaba los valores masculinos de la competitividad y la ambición. “Francamente, arrancar ese libro con la frase Hay un varón dentro de mí ya era temerario. Pensé que mis amigas dejarían de hablarme”, rememora con una sonrisa de alivio. “De ahí aprendí que sólo puedes escribir despojándote de las certezas, de las ideologías, asomándote al abismo”.
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