Un cuerpo cansado en tierra extraña
'Road movie' existencial, España, 2012, 94 min. Dirección: Javier Rebollo. Guión: Javier Rebollo, Lola Mayo. Fotografía: Santiago Racaj. Intérpretes: José Sacristán, Roxana Blanco, Vicky Peña, Valeria Alonso, Fermí Reixach.
Un José Sacristán al que no estamos acostumbrados a ver ha protagonizado dos de las mejores y más singulares películas españolas de 2012. En Madrid, 1987, de David Trueba, ejercicio de cámara con dos actores, interpreta a un curtido columnista de prensa en el que tal vez sea su último intento de seducción de una joven presa, un tipo cínico y de vuelta de todo que, encerrado en un baño como único escenario, acude a su elocuencia y a su facilidad de palabra como únicos recursos para llenar el tiempo (perdido). En El muerto y ser feliz, tercer largo de Javier Rebollo, Sacristán encarna a un asesino a sueldo español perdido en el paisaje, primero urbano y vertical, luego rural y horizontal, de una Argentina despojada y hasta cierto punto fantasmal, trasunto de esa topografía que cierto nuevo cine de allá ha forjado de un tiempo a esta parte contra su fisonomía y sus registros habituales. Herido de muerte por la enfermedad, poco preciso ya en su oficio de liquidador y seductor hasta el último aliento, el asesino de Sacristán se desplaza achacoso, melancólico, cantarín y taciturno por los paisajes enrarecidos de un país ajeno en el que, sin embargo, parece sentirse muy cómodo.
Tanto en una película como en otra, Trueba y Rebollo parecen estar hablando del cine español a través del cuerpo de Sacristán, un cuerpo histórico que, con esa proverbial voz grave y rotunda, es descubierto ahora en su carnalidad decadente y flácida, un cuerpo, en definitiva, cargado del simbólico peso de la experiencia y de todos los cuerpos que ha interpretado en la ficción desde los años 60.
Podría decirse que El muerto y ser feliz, road movie horizontal con aromas de western crepuscular, es también un filme-metáfora sobre la posibilidad de hacer hoy y aquí ese cine moderno que fue imposible cuando le tocaba su turno: la figura de Sacristán como cuerpo extraño en un país lejano (y hermano) podría ser también la declaración de que sólo desde el exterior, en la distancia, lejos de los modelos e inercias de nuestro cine, puede gestarse una mirada singular capaz de conectar con la modernidad (del primer Godard de Pierrot le fou a la densidad de los paisajes salteños de Martel, de la resistente cinefilia uruguaya a las fabulaciones encadenadas e interminables de Llinás) perdida para siempre en los eslabones de la historia.
Con todo, hay en este trabajo de Rebollo, como en Lo que sé de Lola y Una mujer sin piano, una cierta fórmula de laboratorio cinéfilo demasiado evidente y visible, demasiado pensada para el nuevo espectador culto amante del minimalismo y la depuración, conocedor de las numerosas citas y referencias que atraviesan un relato lineal que es también una historia de fantasmas, de muertos que caminan y desaparecen para volver a aparecer y caminar de nuevo.
El juego de voces off (la del propio Rebollo y su guionista habitual Lola Mayo) que contrapuntean, desafían o rellenan la narración, la composición reflexiva y juguetona de los planos en scope, el tratamiento del color, los explícitos movimientos de cámara, el uso entrecortado de la música o cierta elocuencia cómica de raigambre muda son recursos tal vez demasiado meditados en una forma que se quiere a un tiempo relato mítico y retrato extrañado de una geografía atemporal que hay que descifrar y entender desde la perplejidad y el asombro.
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