Cultura

El cine por bandera

Fue un día de 1993 cuando no pocos descubrieron, rendidos ante los ojos de Juliette Binoche y la música de Zbigniew Preisner, que en realidad sí les gustaba el cine europeo. Aquella película se llamaba Azul y ganó para la causa a una cohorte de nuevos cinéfilos dispuestos a partirse la cara por aquella manera de hacer y concebir el séptimo arte: semejante poética visual, pausada y serena, tan contraria a los fuegos artificiales con los que en los 90 Hollywood seguía inundando las salas tal y como había hecho en los 80, dio a muchos iconoheridos alas para la impostura, pero aquella película sensacional escondía un deslumbrante ejercicio de narración y emoción que mereció entonces, como merece ahora, mucho más la pena. Azul fue, ya se sabe, la primera parte de una trilogía, la que llevó por título Tres colores y que tuvo sus dos siguientes entregas ya al año siguiente, en 1994: Blanco, protagonizada por Zbigniew Zamachowski y Julie Delpy; y Rojo, con Irène Jacob y Jean-Louis Trintignant. El director de todo esto fue el realizador polaco Krzysztof Kieslowski (1941-1996), un realizador misterioso, que había desarrollado la mayor parte de su carrera en Polonia a pesar de su continuo enfrentamiento con la censura comunista y que no se trasladó a Francia hasta 1990 para rodar La doble vida de Verónica, también con Irène Jacob. Tres colores, reflexión de largo poso a partir de los valores presidenciales de la República Francesa en relación a los colores de su bandera (libertad para el Azul, igualdad para el Blanco y fraternidad para el Rojo) convirtió al reservadísimo Kieslowski, de cara a la luz pública, en el gran cineasta que siempre había sido. No obstante, el realizador no disfrutó mucho de las mieles del éxito; primero, por voluntad propia: después de Rojo, Kieslowski decidió abandonar el cine y regresar a Varsovia, aunque empezó a trabajar en un guion sobre La Divina Comedia que no llegó a terminar; segundo, a causa del infortunio: cuando el mundo entero se empeñaba en llamar a la puerta del nuevo clásico del cine europeo, un infarto de miocardio acabó con la vida de Krzysztof Kieslowski en 1996, a los 54 años. La cuestión es que en este 2016 la distribuidora Wanda Films ha decidido devolver a la pantalla grande la trilogía, por tiempo muy limitado, antes de una nueva edición en DVD con motivo del vigésimo aniversario de la muerte de Kieslowski. Y será el próximo viernes 11 cuando Azul, Blanco y Rojo celebren su regreso, seguro esperado por muchos, a la pantalla grande. Los amantes malagueños de Kieslowski (que haberlos, haylos) están de enhorabuena: el Cine Albéniz de la capital incluirá los tres títulos en su programación, en versión original subtitulada y en calidad digital. La ocasión la pintan calva, por tanto, para volver a disfrutar de una obra única, conmovedora como pocas en la historia del cine, en su hábitat natural: la oscuridad de una sala.

El vínculo que mantuvo Kieslowski con Polonia hasta su muerte merecería, tal vez, una película propia. Nacido en la Varsovia ocupada de 1941, en el seno de una familia muy humilde, el realizador tuvo una vocación tardía por el cine y además fue rechazado en dos ocasiones por la Escuela Nacional de Cine de Lodz. No se licenció, por tanto, hasta los 28 años, y ya entonces sus primeros documentales (género de obligada concurrencia para los cineastas crecidos al amparo de la estética de inspiración soviética) le granjearon no pocos problemas con las autoridades. Empezó poco después a trabajar en la televisión polaca, donde halló cierta comodidad aunque la censura continuó mutilando o directamente secuestrando sus obras. Y resulta todavía curioso el modo en que Kieslowski supo encontrar sus hechuras de gran cineasta como oposición a la constante adversidad. Mientras otros talentos de su generación huían, especialmente a Francia, para disfrutar de total libertad a la hora de crear, Kieslowski se dedicaba a resistir sabiendo que su genio no era menor. En 1988 llegó su aclamado Decálogo, un conjunto de diez películas de una hora de duración realizadas para televisión e inspiradas en las intuiciones religiosas de la existencia. La producción, considerada por muchos la obra cumbre de Kieslowski, no gustó ni a las autoridades polacas que ya presentían la caída del Muro ni al Solidarnosc de Lech Walesa, pero sí terminó de convencer al realizador de la idoneidad de probar fortuna en otra parte. Lo haría, eso sí, habiendo ya demostrado su altura merced a una obra descomunal, descarnada y fértil, que dio cuenta de la capacidad de Kieslowski para adentrarse con éxito en las sombras de la experiencia humana. De modo que cuando llegó a Francia no tuvo demasiadas dificultades para rodar La doble vida de Verónica, filme aún de producción polaca en el que, a través de la historia de Weronika y Verónica, Kieslowski ahondaba en su propia dicotomía cultura, esencial y geográfica. El filme ganó tres premios en Cannes (entre ellos el de mejor actriz para Jacob) mientras que la nominación a los Globos de Oro terminó de rubricar la proyección internacional del director.

En 1993 se estrenó Azul, una producción francesa en la que Kieslowski jugaba a hacer del exiliado que no fue tal. Mecido por la inolvidable música de Zbigniew Preisner, que también había compuesto la partitura de Verónica, que hizo después lo propio en toda la trilogía de los Tres colores y que compartió amistad con Kieslowski durante décadas, el filme se asomaba a los infiernos de la libertad a través de la caída y la ascensión de Julie, quien pierde en un accidente de tráfico a su marido (un afamado músico que poco antes de morir había recibido el encargo de componer un Concierto para Europa) y su hija y que, tras recuperarse de sus lesiones físicas y espirituales, encuentra consuelo y razón de vida en el ayudante del difunto. La película ganó tres premios en el Festival de Venecia, incluidos el de mejor película y el de mejor actriz para una Juliette Binoche que enamoró para siempre a la misma cohorte de cinéfilos antes referida. Blanco, que navega también discursivamente entre Francia y Polonia, presenta un cambio de registro notable, con una comedia rocambolesca en la que un tipo marcado a fuego por la medianía, abandonado por su mujer a cuenta de su impotencia sexual, decide vengarse nada menos que simulando su propia muerte. Kieslowski ganó por este trabajo, manifiestamente contrario a la igualdad como conveniencia social, el Oso de Plata en Berlín al mejor director y continuó cimentando su leyenda. Por último, Rojo, la más redonda de las tres, narra la relación que mantienen una estudiante que se gana la vida como modelo y un juez jubilado que se dedica a espiar telefónicamente a sus vecinos. Rojo desciende definitivamente a las honduras de lo humano, en un proverbial retrato de la fraternidad (la sustancia, acaso, que mantiene a las personas conectadas por encima de la posible repulsión que las sacude y de lo que su voluntad preferiría) sustentado en las magníficas interpretaciones de Irène Jacob y el gran Jean-Louis Trintignant, que no volvió a regalar un trabajo tan conmovedor hasta el Amor de Michael Haneke. Rojo obtuvo tres nominaciones a los Oscar, además de otras a los Globos de Oro, los César y los Bafta; de paso, entre el deseo de Kieslowski y las cartas del destino se convirtió en su testamento cinematográfico, aunque quedó claro que el realizador polaco nunca aspiró a dejar nada parecido a esto a la posteridad.

Muchos son los nexos que comparten los Tres colores, desde el epicentro que conforma el trío de actrices protagonistas (Juliette Binoche, Julie Delpy e Irène Jacob) hasta motivos recurrentes como la mujer que intenta arrojar una botella en el contenedor. Pero, sobre todo, el cine. Como bandera.

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