Ingeniosa bufonada con final emocionante
Comedia, Francia-Italia-Bélgica-Rumania, 2010, 119 min. Dirección: Radu Mihaileanu. Guión: Alain-Michel Blanc, Matthew Robbins, Radu Mihaileanu, a partir de una idea original de Héctor Cabello Reyes y Thierry Degrandi. Fotografía: Laurent Dailland. Música: Armand Amar. Intérpretes: Aleksei Guskov, Mélanie Laurent, Dmitri Nazarov, Valeri Barinov, François Berléand, Miou-Miou, Lionel Abelanski, Vasile Albinet. Cines: Cinesur. Bahía de Cádiz.
Hijo de un judío rumano que tuvo que cambiar de apellido y ocultar su condición para sobrevivir bajo los nazis, primero, y los comunistas, después, exiliado en Francia desde 1980 huyendo de la dictadura de Ceaucescu, el actor, director teatral y realizador Radu Mihaileanu parece lógica y obsesivamente centrado en las imposturas que permiten salvar la vida o, como en el caso de esta película, recuperar la dignidad y cumplir el modesto sueño -pero tan difícil de alcanzarse allí donde la libertad es asfixiada por los regímenes políticos o las injusticias estructurales- de dedicarse a la tarea vocacional. En El tren de la vida unos judíos se hacían pasar por deportados para escapar de los nazis. En Vete y vive -podría ser el lema de todos los prófugos y exiliados- la madre de un chico etíope refugiado en Sudán lo hacía pasar por judío para que pueda acogerse a un plan de repatriación en Israel. En El concierto un director de orquesta ruso que ya no lo es reúne a unos músicos retirados para hacerse pasar por una prestigiosa orquesta que no son y actuar en el Chatelet parisino. En este caso la suplantación tiene que ver con la venganza y la restitución. En la era Breznev el director de la orquesta del Bolshoi fue despedido por oponerse a que se expulsara a los músicos judíos. Años después, trabajando en la limpieza del teatro en cuyo escenario halló la gloria, intercepta una invitación del Chatelet dirigida a la orquesta titular y decide vengarse reuniendo a los viejos músicos para viajar a París haciéndose pasar por la orquesta titular del teatro.
Con un sentido de la farsa barroca que parece fundir el gusto por el exceso propio de las cinematografías del Este y la caricatura latina de raigambre felliniana, monicelliana o berlanguiana, Mihaileanu estructura su obra en cuatro tiempos: la búsqueda de los músicos, las mil y una picardías para hacer posible la suplantación, la llegada a París y el concierto. Las tres primeras son bufas, voluntariamente exageradas y grotescas: un retablo de pícaros sobreviviendo en un mundo de sinvergüenzas que antes fueron opresores políticos y ahora son estúpidos y arrogantes nuevos ricos sin escrúpulos. El cuarto y último tiempo -tras un intermedio de suspense melodramático a cargo de la violinista solista- es de una arrebatadora emoción. Porque el concierto para violín de Tchaikovski que interpretan es a la vez la prueba definitiva a la que se enfrentan, la culminación de la vida del director -que antes de ser expulsado de la orquesta estaba empeñado en dominar esta obra- y la celebración del poder de la música. Las notas de Tchaikovski son así una celebración que recuerda a la fiesta de unos presos que hubieran derribado los muros de su prisión y celebraran la libertad. Es mérito de Mihaileanu haber pulsado al máximo todo lo que hace el demérito de una película -exageración, inverosimilutd, trazo grueso, melodrama, exaltación sentimental de la mano del más sentimental de los grandes músicos- para lograr el tour de force de convertirlos en elementos positivos que divierten indignando o indignan divirtiendo -lo propio de la sátira que elige el humor como arma- y acaban emocionando.
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