Drácula, profundísimo espejo

literatura

La editorial mexicana Siglo XXI ha publicado Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula, de Alejandro Lillo, con motivo del 120º aniversario de la publicación de la novela de Bram Stoker

José Abad

Granada, 26 de diciembre 2017 - 12:01

En mayo del corriente se cumplieron 120 años de la publicación de la obra maestra de Bram Stoker, Drácula; un libro que no ha dejado de leerse desde aquella lejana primavera de 1897, vértigo da sólo pensarlo. En nuestro idioma existen varias estupendas ediciones de dicha novela, desde la de Cátedra a cargo de Juan Antonio Molina Foix hasta la de Valdemar a cargo de Óscar Palmer Yáñez, sin olvidarnos de una auténtica joya bibliográfica, el Drácula anotado de Leslie S. Klinger, publicado por el sello Akal. Así las cosas, no sirven las excusas. Si alguien no ha leído todavía Drácula es porque no le ha dado la gana… y él se lo pierde. Alejandro Lillo la ha leído y releído y fruto de estas lectura y relectura incisivas es Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (Siglo XXI), un título imprescindible desde ya para cuantos estén interesados en esta obra en cuestión, la literatura gótica en particular o la literatura sin etiquetas en general.

El punto de partida es tan estimulante como incontestable: Alejandro Lillo utiliza la novela de Stoker -son sus palabras- "como un documento igual de válido para acceder al pasado que un yacimiento arqueológico o las actas de un juicio llevado a cabo por la Inquisición". Nada que objetar por mi parte. En literatura no todo es literatura; no todo está inspirado por las musas, quiero decir. El escritor no siempre decide lo que puede o no puede incluir en sus textos, de ahí lo patéticos que resultan esos literatos demiurgos que presumen de que suya es hasta la última coma del libro -¡Ay de quien ose tocármela!- y que a él y sólo a él hay que exigirle responsabilidades. Como Alejandro Lillo se encarga de demostrar, la obra literaria es una construcción compleja en donde participan inevitablemente las fuerzas dictadas por la posición social del autor, su formación personal o su horizonte de expectativas. Si "la literatura de ficción es una fuente histórica tan válida como cualquier otra", según afirma Lillo, es por la sencilla razón de que toda ficción es un producto histórico, fruto de unas precisas coordenadas sociales, temporales y geográficas. Basta con que el autor cambie de reloj o brújula y la ficción será muy otra.

Alejandro Lillo centra su atención en las tres voces dominantes en la novela de Stoker que, como es sabido, está conformada a partir de los diarios, las cartas, los telegramas y otras anotaciones varias de diversos personajes. Estas voces son las de Jonathan Harker, la de su prometida y luego esposa Mina y la del doctor John Seward. El libro da cabida a los apuntes de otros actantes -el doctor Van Helsing, Lucy, Arthur Holmwood et alii-, pero estas intervenciones no alcanzan ni de lejos las de los intérpretes citados. A partir de estos textos, Lillo hace un concienzudo retrato de tres individuos condicionados históricamente por su edad, sexo y oficio; y a partir de la suma de estos retratos, esboza una admirable panorámica sobre la vida en Londres a finales del siglo XIX. Las vidas, habría que decir, pues las existencias de un pasante de abogado (Harker), una joven con inquietudes condenada a ser una obediente esposa (Mina) o el director de un centro psiquiátrico (Seward) no son intercambiables entre sí, del mismo modo que no pueden equipararse las existencias de quienes viven sin apreturas en mansiones con jardín con las de quienes viven hacinados en barrios pobres o desparramados al borde del camino. A ambas circunstancias las llamamos vida, pero convendrán conmigo que son realidades muy distintas.

A través de Jonathan Harker, el lector de hoy puede escuchar la voz de aquella burguesía finisecular, confiada en sí misma y sorda a lo demás; Harker viaja a Transilvania con las alforjas repletas de ideas preconcebidas y se mete en la boca del lobo desoyendo los consejos de quienes le salen al paso porque le resultan inconcebibles otras realidades distintas a la suya. A través de Mina, en cambio, oímos a las mujeres de su tiempo, relegadas a un puesto subalterno respecto al varón; Mina vive escindida entre sus aspiraciones íntimas -ser periodista- y el rol doméstico, a la sombra de su señor esposo, que tiene encomendado desde el nacimiento. En el doctor Seward, por su parte, reverberan aquellos otros prejuicios no oídos en Harker. ¿Y Drácula? Lillo afirma que el transilvano no es tan distinto de sus perseguidores: "Así como, según las creencias de Van Helsing, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, Drácula, ese ser terrible e inmisericorde, dispuesto a todo para cumplir sus designios y hacer su voluntad sobre la tierra entera, parece estar hecho a imagen y semejanza de los hombres que lo acosan". El vampiro es el profundísimo espejo en donde vemos reflejados temores y anhelos drásticamente humanos. El monstruo se limita a mostrarnos cómo somos.

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