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En carne viva

El estigma | Crítica

Tras la publicación de 'Cárcel', la novela 'El estigma' confirma la singularidad y la fuerza de la voz de Emmy Hennings, fundadora de Dadá y verdadera heroína de la edad de las vanguardias

Emmy Hennings (Flensburgo, 1885-Sorengo-Lugano, 1948) retratada entre 1917 y 1919.
Ignacio F. Garmendia

24 de noviembre 2019 - 06:00

La ficha

'El estigma'. Emmy Hennings. Trad. Fernando González Viñas. El Paseo. Sevilla, 2019. 288 páginas. 21 euros

Inmediatamente posterior a Cárcel (1919), que pudimos leer en una edición de El Paseo donde la novela se acompañaba del poemario Estrofas del éter, recogiendo diferentes realizaciones de un mismo impulso autobiográfico, El estigma (1920) retoma el tono confesional y la primera persona para ahondar en un original recuento, ahora en forma de diario, que parte de la combinación de extrema lucidez y conmovedora inocencia. Las confesiones de Emmy Hennings, término muy apropiado para calificar unos escritos que sólo por inercia podemos llamar novela, tienen como señala el editor David González Romero un carácter litúrgico indisociable de la primera vanguardia que en su caso, similar al de otros bohemios impregnados de cristianismo, se sitúa en la línea de los admiradores y herederos del santoral anarquista, expresión en apariencia contradictoria pero perfectamente adecuada para referirse a todo un linaje de apóstoles descarriados que abjuraban de dioses y amos sin dejar de manejar conceptos religiosos ni de remitirse, también en lo formal, a la tradición bíblica. Comparada con la de autores como Dostoievski o Knut Hamsun, la voz desgarrada de Hennings destaca por su dureza y por su honestidad brutal, paradójica en una autora que como su alter ego la joven Dagny ejerció ocasionalmente la prostitución y por lo demás se eleva con frecuencia, a través de su escritura en carne viva, a cotas de muy alta intensidad lírica.

La voz desgarrada de Hennings destaca por su dureza, por su honestidad y por su alta intensidad lírica

Más allá de su leyenda, recuperada al hilo del centenario de la aventura iniciada en el Cabaret Voltaire, mientras Europa era devorada por las llamas, Hennings representa ejemplarmente el camino que va del expresionismo de anteguerra a la demolición dadaísta, seguido como en el caso de su compañero Hugo Ball de una suerte de conversión al ascetismo que los convierte a ambos en místicos libérrimos e inclasificables, muy distintos de esos artistas contemporáneos que hicieron de la militancia vanguardista, pasado el fervor inaugural de los ismos, una fe dogmática e inamovible. Resultado de una mirada objetivista pero no desapasionada, pues Hennings cultiva una rara sensualidad, ajena a los modelos eróticos convencionales, el "sencillo vestido de su escritura narrativa", como lo calificaba la periodista Anna Herzog en una revista suiza de los primeros treinta, no ha perdido la naturalidad ni la frescura, impactantes entonces y ahora, que cimentaron su efímera fama en el agitado periodo de entreguerras.

Frente a otros testimonios nacidos de los arrabales, no hay en el suyo autoafirmación, sino cuestionamiento

"¡Filisteos de toda clase, leed este libro y avergonzaos!", escribió Herman Hesse en una breve reseña, transcrita en la Nota editorial, donde el autor de Siddhartha celebraba el modo en que Hennings, una "persona piadosa, sana, ingenua y buena", transfiguraba su "vida atrevida, dolorosa, que de algún modo se ha quedado ya adherida a ella". Sin echar mano de recursos patéticos u ornamentales, la prosa de Hennings proyecta en efecto esa imagen de ingenuidad que remite a la infancia –en la mujer está la niña– y muestra una clara inclinación religiosa que se acrecentaría en los años siguientes, también en forma de compasión hacia los humildes, esos desahuciados que como ella misma malviven en la periferia de la respetabilidad burguesa. Marcados por el infamante estigma de los caídos, sólo una modalidad heroica y casi milagrosa de vitalismo les permite seguir adelante, empeñados en una profesión de autenticidad que prefigura el ideario existencialista. Frente a otros testimonios nacidos de los arrabales, no hay en el de Hennings autoafirmación, sino un cuestionamiento que abarca la identidad propia. No hay autorretratos favorecedores ni rebeldía de teatro barato, aunque la también actriz y cabaretera actuara en teatros baratos. Hay las palabras valerosas, sinceras y dolientes de una mujer –porque hablamos de una mujer, con todo lo que ello comportaba en el tiempo inmediatamente anterior a la conquista del sufragio– que preludian asimismo una variante radical del feminismo de acuerdo con la cual los sujetos de cualquier sexo no renuncian a ser libres ni a ejercer, sin asumir imposiciones de ningún género, la sagrada autonomía del criterio.

Fernando González Viñas en Japón, retratado ante rótulos en castellano.

Erudición y hedonismo

El traductor de El estigma y de la anterior entrega de Hennings en El Paseo, a quien debemos además el guion de una excelente novela gráfica, publicada por el mismo sello, que se inspira en la vida de Emmy –El ángel Dadá (2017), con dibujos de José Lázaro–, ha volcado también al castellano los libros de Hugo Ball –la temprana novela Flametti o el dandismo de los pobres (1918) y los ensayos recogidos en Cristianismo bizantino (1923) y Dios tras Dadá (1924)– y trabaja actualmente en la traducción del Glossarium de Carl Schmitt. De Fernando González Viñas (Villanueva del Duque, Córdoba, 1966) destaca su editor, David González Romero, que primero en Berenice y Almuzara y después en El Paseo ha publicado buena parte de sus traducciones, además de su obra propia, la "enorme capacidad creativa", visible en su "exquisita labor" de traductor –o de promotor de la cultura taurina, al frente del "ya mítico" Boletín de Loterías y Toros, editado en Córdoba– y en libros como su novela Esperando a Gagarin (2012), el itinerario Japón. Un viaje entre la sonrisa y el vacío (2010) o el ensayo José Tomás. De lo espiritual en el arte (2008). Experto conocedor de figuras un tanto excéntricas, ciertamente "oscuras e imprevisibles" como las de Ball o Schmitt, es también el mejor biógrafo de Manolete, al que ha dedicado varios estudios y su Biografía de un sinvivir (2012).

A juicio de su buen amigo el profesor de Derecho Constitucional Víctor J. Vázquez, con el que González Viñas comparte entre otras cosas la apasionada afición a la tauromaquia, Fernando "es una extraña mezcla de racionalidad germana, minuciosidad nipona y arrebato meridional", combinación ciertamente exótica que recoge a la vez la diversidad geográfica de sus orígenes y sus afinidades electivas, pues residió en Alemania entre 1971 y 1977 y está casado con una japonesa. "En él conviven –añade el beau Vázquez– el rigor académico y una creatividad artística muy anarquista y torera", pero al margen de su dedicación intelectual el autor cordobés "posee un humor entusiasta y un vivo ingenio que lo convierten en un gran propagador de alegría". Frente a los sabios resabiados y los eruditos de ceño fruncido, tan numerosos en la Universidad y fuera de ella, González Viñas es un perfecto ejemplo del bendito maridaje que resulta de la vocación del estudioso y el irrenunciable credo hedonista.

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