Passages | Crítica

La pasión y la destrucción

En el prólogo de este octavo largo del norteamericano Ira Sachs, tal vez uno de los cineastas que más nos han interesado en la última década (El amor es extraño, Verano en Brooklyn, Frankie), el director de cine que interpreta Franz Rogowski da instrucciones precisas a sus actores antes de rodar la que parece una escena sin demasiada trascendencia en un local nocturno. Se manifiesta ya desde inicio el carácter obsesivo y la necesidad de controlar el entorno de un personaje complejo que será uno de los tres vértices de este nuevo drama de aromas fassbinderianos sobre el desgaste, la toxicidad y la crisis de las relaciones sentimentales, la prisión del ego, la indecisión y el poder corrosivo del deseo.

Sachs adopta una vez más la distancia emocional precisa y ajusta su llegada a las escenas y las situaciones sin juzgar a sus personajes en sus acciones, luchas de poder, vaivenes y contradicciones. Su puesta en escena privilegia la proximidad y la observación de unos cuerpos que actúan e interactúan sin apenas psicología previa ni explicaciones a posteriori más allá de sus actos y sus palabras. Especialmente en el caso de Rogowski, actor del momento, su fisicidad elástica, su caracterización, sus dardos verbales o su acento partido son suficientes para delimitar un carácter volátil, narcisista, atormentado y caprichoso que busca arrastrar consigo todo aquello que tiene o encuentra a su alrededor con el daño consecuente, a su marido de carácter opuesto, calmado, paciente, por momentos casi indolente (Ben Whishaw), y la maestra a la que conoce en una fiesta y con la que inicia una relación casi inmediatamente (Adèle Exarchopoulos) sin que medien grandes escenas melodramáticas.

Passages se despliega así en un París otoñal y frío fotografiado por el gran Josée Deshaies a través de este triángulo desigual y descompensado donde la atracción de los cuerpos, el temor al abandono y la soledad y el sexo apasionado colisionan con la estabilidad y el sentido común, un relato donde los errores se repiten y la normalidad siempre se escapa por los márgenes, también esa búsqueda de familia y paternidad sin recorrido. Sin demasiados asideros para la identificación ni estratagemas para las emociones artificiales, Sachs nos lanza al vórtice de una crisis sin lecciones morales ni soluciones fáciles.