El viaje de Ernest y Célestine | Crítica

El violín o el mazo

Una imagen de 'El viaje de Ernest y Célestine'.

Una imagen de 'El viaje de Ernest y Célestine'.

Salidos de la imaginación y el pincel de Gabrielle Vincent en una serie de libros ilustrados, el oso Ernest y la ratona Célestine presentaban su entrañable amistad en formato animado en un delicioso largo de 2013 que conquistó al gran público pero también el corazoncito de los más exigentes amantes de la animación de culto.

Esta nueva entrega prolonga el trazo esbozado, las texturas y colores de la acuarela y la animación limitada para llevarlos hasta el país imaginario de Charabia, cuna de origen de Ernest y territorio freudiano para dirimir viejas cuitas con un padre que hubiera querido para él la senda familiar de la judicatura y no la de la música callejera con la que se gana la vida felizmente.

Un viaje a través de las montañas y los teleféricos que conducen a ese país (del Este) de calles escarpadas donde la música y los instrumentos están prohibidos y donde nuestro oso y su amiga roedora buscan al lutier que repare su Stradivarioso roto en un accidente casero.

La cinta que dirigen Roger y Chheng expande su imaginario original y despliega su acogedora calidez entre estampas de buen gusto, gags de vieja escuela y moralejas liberadoras para los vástagos que no quieren seguir el rumbo de los padres, pero sobre todo es un ejemplo de cómo los caminos artesanales y analógicos de la animación y sus ritmos más pausados aún tienen mucho que decir y emocionar en tiempos de velocidad y estandarización digital.