Mi abuela, el salvoconducto y el final de la dictadura

Tribuna de opinión

El autor rememora la represión de la dictadura sufrida por su familia y el tránsito a la democracia en el 50 aniversario de la muerte de Franco

El antiguo Ayuntamiento del Castillo de Castellar de la Frontera.
El antiguo Ayuntamiento del Castillo de Castellar de la Frontera.
Juan Sierra Jiménez

Castellar, 20 de noviembre 2025 - 04:01

Hoy 20 de noviembre se cumplen cincuenta años de la muerte del dictador Francisco Franco. Pero su sombra sigue pegada a las paredes de mi casa y a la memoria de mi familia, como si aún no se hubiera ido del todo. Cuando llegó el día de su muerte y se convirtió en nada, pensé: "¿Cómo pudo un solo hombre generar tanto dolor a sus compatriotas, a tantas personas buenas, tanto sufrimiento inútil, sin motivo?"

Aquí donde vivo ahora vivían mis abuelos y mi madre, que entonces tenía trece años. Cuando empezó la guerra civil, el estruendo de los primeros cañonazos rompió la infancia de mi madre y la vida serena de la familia. Tuvieron que huir a toda prisa, con lo puesto, en busca del bando republicano, persiguiendo una esperanza que se deshacía a cada kilómetro. Pero no pudo ser.

En Las Chapas de Marbella quedaron detenidos por los nacionales. Allí, en ese alto del camino que se convirtió en trampa, fusilaron al padre de mi abuela y a su hermano Andrés. Sin juicio, sin explicaciones, sin más delito que estar en el lugar equivocado, en el bando equivocado de una historia escrita a sangre y fuego.

Después, el camino de vuelta llevó a mi abuela de nuevo a Castellar, con la pena a cuestas y sus pequeños agarrados a sus faldas. Allí la estaban esperando, no para recibirla, sino para humillarla antes de fusilarla. La subieron a un burro, le cortaron el pelo a mechones, le hicieron beber aceite de ricino y la pasearon por las calles infinitas del pueblo entre burlas y mofas, como si quisieran borrar su dignidad antes de borrarla a ella.

En medio de aquel suplicio, fue el secretario del Ayuntamiento, hombre influyente en el nuevo régimen y conocedor de la honradez de mi abuela, quien decidió poner fin al castigo. Sabía que era una mujer buena y trabajadora, que no había hecho daño a nadie. Detuvo aquel calvario y ordenó que parasen. Después le extendió el salvoconducto milagroso —unas pocas palabras estampadas en un papel— que le salvó la vida y le permitió, al menos sobre el papel, moverse en libertad. A partir de ahí comenzó otra guerra, más larga y más invisible: la de sobrevivir a la ausencia, al miedo y al silencio.

Tres años de guerra y más de cuarenta de dictadura dejaron una herencia que no se mide en fechas, sino en cicatrices. Los herederos de aquel sufrimiento pudimos percibir en el reflejo de sus víctimas el daño irreparable jamás reparado. Lo vimos en los ojos de las madres que no hablaban, en las manos de los abuelos que temblaban cuando escuchaban una voz demasiado alta, en la forma de callar de los adultos cuando alguien pronunciaba ciertas palabras prohibidas.

Nosotros, los que nacimos después, lo supimos en voz baja, como las noticias de la Radio Pirenaica que llegaban de noche, colándose por las rendijas de las ventanas, casi en secreto. Crecimos oyendo historias a medias, frases cortadas, nombres dichos apenas en un susurro, como si la mera pronunciación pudiera volver a desatar la desgracia.

Desde los primeros cañonazos y la huida incierta de mi abuela con mi madre y sus hermanos, hasta aquel salvoconducto milagroso, sucedió lo más duro de una vida que heredamos sin haberla vivido. Llegamos después, pero caminábamos sobre el mismo suelo sembrado de miedo.

En nuestra infancia el miedo ya venía puesto: miedo al padre, al maestro, a la Guardia Civil, al viento que golpeaba las ventanas en las noches de invierno, a la muerte de la que nadie hablaba pero que estaba en todas partes. Crecimos bajo un cielo donde las ausencias tenían más peso que las nubes.

El dictador se convirtió en polvo y, con su muerte, España cambió radicalmente. En muy poco tiempo se instauró una monarquía parlamentaria que abrió las puertas a la democracia, a las libertades y a un progreso que hasta entonces nos estaban vedados. Llegaron las elecciones, la posibilidad de hablar sin tanto miedo, de discrepar, de organizarse, de mirar al futuro sin que todo oliera a cuartel.

Mientras el país avanzaba y se llenaba de esperanzas nuevas, en muchas casas seguían presentes los viejos dolores: los silencios de la mesa, los sobresaltos de nuestras madres, las calles que nuestras abuelas no quisieron volver a pisar jamás. La democracia trajo libertad y progreso, pero no pudo devolver a los que quedaron en las cunetas, ni las juventudes robadas, ni borrar del todo la huella de aquellos años de terror.

Lo que nos queda, medio siglo después, no es el deseo de venganza, sino la necesidad de contar. De poner palabras donde solo hubo miedo. De decir en voz clara lo que ellos tuvieron que decir en secreto. De dejar constancia de que ese daño existió y de que, aunque nadie lo haya reparado, no ha caído en el olvido.

Porque si algo hemos aprendido los herederos de tanto dolor es que la memoria es lo único que puede enfrentarse, siquiera un poco, a la injusticia del olvido. Y que nuestra forma humilde de justicia es esta: escribir lo que pasó y atrevernos a decir sin miedo que aquel sufrimiento nunca tuvo justificación.

Juan Sierra Jiménez es vecino de Castellar de la Frontera

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