Sobre la sentencia al fiscal general García Ortiz
Tribuna de opinión
El autor sostiene que la sentencia vulnera la presunción de inocencia y transforma el Derecho Penal en un instrumento arbitrario de deslegitimación institucional
El Supremo condena a García Ortiz por la filtración del correo y la nota: "No puede responder a una noticia falsa con un delito"
La Sala Segunda del Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a dos años de inhabilitación, una multa de 7.200 euros e indemnización de 10.000 euros por revelar datos reservados al filtrar un correo confidencial y emitir una nota de prensa que oficializó dicha filtración. Cinco de los siete magistrados han considerado acreditado que la filtración se realizó “con intervención directa o a través de tercero” bajo conocimiento y aceptación de García Ortiz. Otras dos magistradas firman un voto particular discrepante, entendiendo que no hay pruebas directas suficientes, ni la nota de prensa constituye delito, lo que pone en evidencia la fragilidad del fallo. Esto genera un escenario de enorme complejidad jurídica y política —y da pie a valoraciones tan divergentes como apasionadas.
Desde mi punto de vista, la sentencia condenatoria constituye un preocupante retroceso en la dogmática penal garantista. Su estructura argumental se sostiene sobre una cadena indiciaria débil y sobre inferencias que no parecen alcanzar el nivel de certeza exigible para una condena penal. La coincidencia temporal entre la recepción de un correo y su posterior publicación no puede erigirse en prueba de autoría. Así lo advirtió, con acierto técnico y sentido de justicia, el magistrado Andrés Palomo del Arco en su voto particular durante la instrucción, cuando sostuvo que “no resultaba posible, con el acervo indiciario acumulado, atribuir de una manera mínimamente justificada la filtración al Fiscal General”. Pero esa advertencia no fue escuchada.
El problema central no radica, a mi entender, en la valoración de la prueba, sino en la propia concepción del proceso penal. Se ha invertido el principio de presunción de inocencia, haciendo del cargo público un elemento de sospecha, no de responsabilidad reforzada. Así pues, el Derecho Penal se ha utilizado aquí como instrumento de deslegitimación institucional, no como garantía. Penalizar una nota de prensa —acto formal de transparencia institucional— por “oficializar” una información ya pública resulta jurídicamente discutible y democráticamente peligroso: significa que el silencio se impone como única forma de protección frente a la sospecha.
La sentencia ignora, además, la existencia de hipótesis alternativas no descartadas, y sobre la imposibilidad de imputar con rigor un acto de revelación cuya autoría no está probada. El Derecho Penal de acto se ha transformado aquí en un Derecho Penal de contexto, donde la imputación se construye más sobre el rol del sujeto que sobre hechos verificables y, en un Estado de Derecho, eso perfectamente se puede denominar arbitrariedad.
La sentencia daña la confianza en la imparcialidad judicial, erosiona la independencia del Ministerio Fiscal y debilita los límites entre responsabilidad política y penal
Desde la razón jurídica, la condena produce también más daño que reparación (eminentemente simbólica). Daña la confianza en la imparcialidad judicial, erosiona la independencia del Ministerio Fiscal y debilita los límites entre responsabilidad política y penal.
Cuando se condena sin prueba directa, cuando la duda se interpreta como culpa, el Derecho deja de ser límite y vuelve a ser mero poder.
El garantismo —esa ética de la contención que ha venido inspirando nuestro sistema— exige recordar que la justicia no es una suma de sospechas, sino la afirmación de que nadie puede ser condenado por aquello que no se ha probado más allá de toda duda razonable.
Miguel Ángel Núñez Paz es catedrático de Derecho Penal
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