Mitos del fin de un mundo

El río Lete, las aguas del olvido

  • El olvido fue un recurso del Hades para preservar la geografía del más allá

  • El río Guadalete lleva el olvido en su etimología y en su raigambre mítica

  • La laguna Estigia, el último viaje

El río Lete, las aguas del olvido.

El río Lete, las aguas del olvido. / Enrique Martínez

Para muchos, morir es una forma de olvidar, de vaciar de contenidos la existencia, borrar archivos, volcar papeleras sin reciclaje y dejar de pensar en lo que antaño importaba, aunque no es tarea fácil, sobre todo cuando depende de factores, recovecos y trastiendas individuales donde los miedos amenazan a una trascendencia que las primeras ficciones barruntaron.

Uno de los ríos que cruzaba serpenteante el Inframundo era el Letheo, que significaba en griego clásico “olvido”, frente a su término antitético aletheia que se refería al desocultamiento, estadio básico para alcanzar la verdad. Como suele ser habitual, los mitos, en su intento por explicarla, han solido tomar la delantera a la realidad. Lete era en origen una náyade, ninfa o espíritu femenino relacionada con el agua hasta el punto de proteger la de fuentes, manantiales, pozos, surtidores y veneros, humores dulces y potables, frente a los salados cuya protección correspondía a las Oceánides. Su madre fue Eris, divinidad que tenía mucho de malévola abstracción donde confluían los aspectos más negativos del ser humano. Hesíodo la consideró como diosa de la discordia y representación de la envidia. Su numerosa prole sumaba sombras y preocupaciones. Además de Lete parió a Ponos, Limos, Algos, las Hisminas, las Androctasias, Dismonia, Ate, Hypnos y Horcos, que advocaban, respectivamente, al olvido, el trabajo, el hambre, el dolor, las disputas, las masacres, el desorden, la ruina, el sueño o el perjurio: todo un rosario de cargas, lastres y maldades asociadas al mito que azuzó un conflicto bélico que la teogonía helena supo aprovechar con la eficacia de los mejores recursos: la guerra de Troya.

Con estos antecedentes familiares, el olvido asociado a Lete no se trataba de una vulgar laguna mental. Como contrapunto positivo, se relacionaba con Mnemosine, una dispuesta titánide, encargada de velar por la memoria. Hija de Urano y Gea, fue de las primeras en tomar partido por Zeus en la Titanomaquia, la batalla mítica desarrollada en los antiguos bosques tartésicos. El dios vencedor yació con su decidida ayudante con quien concibió las nueve musas del Olimpo, todo un ejemplo de eficaz fecundidad.

Tanto Lete como Mnemosine formaron parte de la geografía mítica de los oscuros y occidentales dominios del Hades. Con la intencionalidad de las confusiones simbólicas que iban de la mano de un paisaje que tenía poco de real, las crónicas teogónicas referían el curso del Lete como un río que discurría por estancadas llanuras del Inframundo, planicies llenas de espejismos y orilladas por narcóticas amapolas. Su cauce cortejaba las grutas del pariente Hypnos, el dios del sueño, que también tenía su morada en el caleidoscópico umbral del reino de los Muertos. Después de atravesar cavidades de alucinaciones y quimeras, el cauce adquiría el color blanquecino de un jugo vegetal, casi lácteo, insano, hipnótico y alucinatorio. La corriente discurría a poca profundidad, sobre un lecho de cantos mefíticos, convexas copas de pócimas nocivas. Quien se bañara en tan poco recomendables aguas o quien bebiera de ellas se veía abocado a la más inmisericorde de las amnesias.

Semejante sucesión de inquietantes elementos resultó el mejor caldo de cultivo de sectas y religiones próximas a los resbaladizos y atrayentes territorios de un más allá más cercano de lo que parece. Los iniciados en los Misterios Eleusinos, que cortejaban a figuras tan relacionadas con el Hades como Deméter y Perséfone, hicieron suya esta corriente de olvido y, en su velado intento por trascender a la muerte como consunción definitiva, ofrecían la posibilidad de esquivar las terribles consecuencias que reportaba beber las aguas del olvido. Para ello, se ofrecía a los entregados acólitos iniciados la posibilidad de beber del manantial opuesto, el de las aguas de Mnemosine, para garantizar de este modo una interesada victoria sobre la muerte.

El río Lete, las aguas del olvido. El río Lete, las aguas del olvido.

El río Lete, las aguas del olvido. / Enrique Martínez

Platón, creyente en soluciones re-encarnadoras, consideraba que, tras la caída del alma, esta se sumía en la amnesia, pero podría adoptar la forma de un cuerpo con una determinada orientación en la vida. Se trataba de un proceso cíclico donde la psique se reencarnaría de forma continua, y recibiría castigo o recompensa según lo realizado en la vida anterior. Aquí no habría disyuntivas entre cauces de olvido y de memoria. Las ánimas atravesarían unas llanuras que el filósofo calificó de tórridas, hasta que, llegadas a las orillas del Lete, el río cuyas aguas no podían ser contenidas por ningún recipiente, sentirían la necesidad imperiosa de beber de ellas. Además de implicar un irreversible olvido, el líquido ejercía un efecto plácido de liberación de las preocupaciones que conduciría al más sosegado de los sueños.

Por encima de ritos iniciáticos y reencarnaciones al uso, las aguas del Lete eran una pragmática salvaguarda del Hades, que fue capaz de blindar sus normas y sus sistemas de seguridad. Suponiendo que podría contemplarse la posibilidad de un viaje con retorno, ¿qué hacer con las almas que habían atravesado buena parte de los territorios prohibidos y conocían la posibilidad de una supuesta redención? Nada mejor que instituir una norma de lo más taxativa: la del olvido, que impediría cualquier recuerdo de su paso por esos lugares vedados. La desmemoria servía para certificar la desconexión absoluta con el mundo de los vivos y, en caso de regreso, para borrar el reciente paso por el comprometido mundo de los muertos.

Con esta suma de valores, el mito del Lete ha resultado de lo más inspirador a lo largo del tiempo. Más que representaciones pictóricas o escultóricas, han sido escritores los que se han visto atraídos por la quimera de la amnesia, para la que han servido más las palabras que las imágenes. Es lo que suele pasar con algunas abstracciones. La desmemoria tiene un componente paradójico. Es un concepto que sugiere una intención, más que una realidad. Al nombrarla la conjuramos en una ceremonia de sinsentidos donde se recurre al recuerdo. El verdadero olvido solo existe cuando deja de nombrarse y no habita lejos, ni siquiera en los vastos jardines sin aurora; la palabra es un sortilegio contra la más aniquiladora de las extinciones. Quizás por ello, tantos escritores han recurrido al eterno tema del olvido.

El río Lete, las aguas del olvido. El río Lete, las aguas del olvido.

El río Lete, las aguas del olvido. / Enrique Martínez

Virgilio se refirió al mítico río como un lugar infernal pero ameno, donde las almas de futuros descendientes semejaban abejas libando flores de las praderas; Dante le otorgó una geografía legendaria entre inframundos y paraísos terrenales; Cervantes puso en boca de un don Quijote casi cuerdo que el río infernal formaba parte del mundo de la ficción en un intento de adquirir la trascendencia; Góngora cayó en tópicos al identificar sus aguas con la negra cabellera de Polifemo; Lope lo identificó con el río de Sevilla, una ciudad que era para él algo más que un infierno soñado; Borges lo consideró responsable de la disolución de los granos de arena de los relojes que medían el tiempo cósmico, mientras Baudelaire llegó a identificar la sangre del poeta con el agua de su desmemoria.

Como tantos otros componentes del Hades, el río Lete se ha situado repetidamente en los confines occidentales del mundo, en un espacio que en el imaginario colectivo de muchos ha coincidido con los vastos humedales que se extendían en la orilla norte del estrecho de Gibraltar.

Lo primero nunca fue la palabra, aunque esta se haya encargado de nombrar con tenaz recurrencia la realidad. Los topónimos han pervivido con la resistencia de especies prehistóricas que luchan contra su extinción. El principal río que bordea el despojado territorio de La Janda, sigue manteniendo en su nombre referencias más transparentes que sus opacas aguas legendarias. El Guadalete vínico, que desde Grazalema al Puerto de Santa María atraviesa montes, campiñas y esteros, lleva en su nombre, tras la consabida raíz árabe, el lexema griego que entronca con el cauce del Hades.

Han sido numerosas las referencias al entronque mítico del caudaloso río del sur: Suárez de Salazar lo identificó con el antiguo Lethe, el río del olvido, al igual que Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua española, o el jesuita Martín de Roa, en tiempos de luces y sombras que se dieron en llamar Siglos de Oro. Escritores, cronistas, geógrafos e historiadores se refirieron a un suceso legendario que tuvo lugar junto sus orillas. Al pie de la sierra de San Cristóbal, junto al enclave de Doña Blanca, se encontraron dos potentes ejércitos: cartagineses provenientes de Gadir y griegos del Portus Menestei. Dispuestos unos frente a otros en orden de batalla, acordaron no entrar en combate y olvidar las rencillas, agravios y ofensas anteriores. Según narran, fue el significado mítico de las aguas fluviales lo que provocó tan infrecuente decisión.

Siglos más tarde, otro suceso histórico directamente relacionado con el sentido legendario parece ser que tuvo lugar en las inmediaciones de su cauce. En 137 a.C. Marco Junio Bruto, resuelto general de raigambre aristocrática, estaba encargado de mantener el orden romano en la convulsa Hispania Ulterior, donde las incursiones lusitanas arrasaban todo el oeste peninsular desde el Guadalete hasta el Duero. Decidido a cruzar con su ejército el río del olvido, su ejército se negó a hacerlo por miedo a la desmemoria. Enérgico, cruzó hasta la otra orilla y desde allí llamó por su nombre al resto de los oficiales, lo que animó al cruce de las tropas. Este episodio, narrado por Baltasar de Vitoria en su Teatro de los dioses de la gentilidad se ha situado con el tiempo mucho más al norte, en las orillas del río Limia, donde cada final de agosto se celebra la Festa do Esquecemento, o Fiesta del Olvido, que en tierras gallegas han logrado conjurar, mientras que en el sur se ha visto cubierto por pátinas de un abandono recurrente, como lo atestigua la reciente leyenda del escudo de Algeciras: Civitas Condita ex Lethaeo, bis restaurata.

Quizás escribimos para no olvidar.

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