La poesía y los poetas de mis alrededores
Campo Chico
Antonio Hernández escribiría por encargo una Guía Secreta de Cádiz, en la que recoge mi nombre al referirse a Algeciras
El premio de poesía Aljabibe, se concedió a Juan José Téllez (2005) y a Juan Emilio Ríos (2013)
Mirando hacia atrás sin ira
Algeciras/La noticia de la muerte de Antonio Hernández, el gran poeta de Arcos, me ha removido la memoria trasladándome a unos cuantos momentos mágicos. En pleno covid, en Ávila, Antonio presentaría la que era entonces su última obra; ignoro si ha habido alguna más: una recopilación de poemas que tituló 26 poemas de amor y una canción de madrugada. Estaban dedicados a su esposa, Mariluz Hidalgo, profesora de Literatura. Cincuenta años de matrimonio, de compañía, de convivencia recibían así el reconocimiento a la grandeza de espíritu y de generosidad mutua que tal hecho supone. Una década había dejado atrás su Nueva York después de muerto (2013) que le valió el Premio Nacional de Poesía. Una antología de su obra recoge los poemas publicados o no, escritos entre 1965 y 2007; una monumental obra en dos tomos, que juntos suman más de mil páginas, fue editada por Calambur en 2010 y presentada por Alfonso Guerra en la sede central del Instituto Cervantes.
Conocí a Antonio en los primeros años setenta, cuando yo acababa de volver de una larga estancia en el Instituto de Matemáticas de la Universidad de Ginebra. Esos años primeros de mi vuelta, ya casi en el ecuador de los setenta fueron apasionantes.
El Partido Comunista de España (PCE) era todo, tanto para la izquierda como para la derecha. Hasta los límites de la cordura, esos flancos del espectro político entendían que el PCE -con una E de España, vigorosa- era la oposición al franquismo y la vanguardia de la esperanza de un espacio en el que cupiéramos todos. Bien que más allá de esos límites, la radicalización suponía la ruptura violenta para los primeros y la represión para los segundos. Pero la sensatez dominaba entre los jóvenes y en la inmensa clase media que el tardofranquismo había generado con los planes de desarrollo puestos en marcha por el ministro López Rodó. Él y su colega Castiella le dieron una nueva vida y un futuro abierto al Campo de Gibraltar, sembrando semillas de prosperidad y bienestar en un páramo donde crecía la economía sumergida y la dependencia. Antonio Hernández, como la práctica totalidad de los jóvenes de entonces, sobre todo de los creadores de arte y literatura, era un hombre de izquierdas; de una izquierda entendida in extenso, como ámbito en el que cultivar la disidencia.
Fue durante mi larga estancia en Suiza, sobre todo en Ginebra, cuando establecí contacto con el exilio español. Acababa de incorporarme a la Universidad de Ginebra y de ocupar un apartamento en la Ciudad Universitaria, en donde residió durante unos años, el Dr. Platero, oftalmólogo algecireño de gran prestigio, que prefirió ejercer en su pueblo a prosperar académicamente. Por Ciudad Universitaria se entendía allí un complejo de cierta envergadura destinado al alojamiento de profesores y estudiantes. El Instituto de Matemáticas, donde yo tenía el despacho, estaba cerca del lago y del famoso jet (chorro) tan representativo de la ciudad más internacional del mundo. La calle del instituto, la rue du Lièvre, desembocaba en la gran avenida de la Ruta de las Acacias, y en un edificio próximo al cruce había una oficina del poderoso Sindicato del Metal, ligado a la UGT clandestina y cofinanciado por la socialdemocracia alemana, el SPD. Allí trabajaba como economista sindical, Miguel Sánchez-Mazas, lógico matemático español, hijo de un antiguo ministro de Franco –exiliado, no obstante–, que creó la prestigiosa revista Theoria (Teoría, Historia y Fundamentos de la Ciencia) en 1952, en el contexto de publicaciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Miguel fue para mí un amigo entrañable que me introdujo en los ambientes políticos e intelectuales del exilio español en Suiza y con el que aprendí mucho de lo que ignoraba al respecto. Por mediación de Miguel escribí numerosos artículos en la revista Exprés Español que se editaba en Fráncfort (Alemania) y alguno en la añorada Cuadernos para el Diálogo, señalada entonces como medio de expresión tolerado de la disidencia intelectual al régimen. Y conocí a personajes de la talla de los poetas Rafael Alberti y José Ángel Valente.
El gran factótum de la SPD durante el tardofranquismo, Willy Brandt (pseudónimo frente al nazismo, de Herbert Ernst Karl Frahm), canciller entre 1969 y 1974, fue el ascendente más importante en la evolución del nuevo PSOE, resurgido de Suresnes (octubre 1974) y, especialmente, de Felipe González, el carismático líder que obtuvo una mayoría espectacular tiñendo con el color rojo, su color institucional, en 1982, a España y colocando a 202 diputados en el Congreso, sobre un total de 350; la mayoría absoluta (176) resultó sobradamente rebasada.
El entonces poderoso PSOE de Andalucía, nutriente esencial del socialismo en España, campó a sus anchas por el territorio autonómico. En concreto en el Campo de Gibraltar, donde en Algeciras, con un PCE en retroceso, el PSOE obtuvo en 1983 (segunda convocatoria) 12 de 25 concejales, y en 1987, 13, la mayoría absoluta; para entonces el PCE había desaparecido de su ostentosa presencia como oposición al franquismo y como motor impulsor del engranaje de la izquierda de la Transición. Cuando Brandt, convenció a González de que el PSOE debía relegar su declarada fidelidad al marxismo, haciéndolo desaparecer como referencia ideológica del partido, sentó las bases de un futuro electoral importante.
En la madrileña calle de Hartzenbusch (nombre de un notable intelectual español del siglo XIX, hijo de alemán y española) viví algún tiempo. La calle está muy cerca de la glorieta de Bilbao y del barrio de Malasaña y era un lugar de mucho movimiento en el sector de hostelería. En los bajos del edificio había una taberna andaluza, La Giralda, en donde trabajaba un camarero almeriense, Carmelo Espinosa, que había sido novillero entre 1958, con poco más de dieciséis años de edad, y 1969 cuando una cornada en el madrileño coso de San Sebastián de los Reyes, lo retiró de los ruedos mientras se preparaba para la alternativa. Ese mismo año nació su primer hijo y en cuanto estuvo en condiciones se preparó para trabajar en donde pudo. Trabajó en La Giralda hasta que se convirtió en su dueño a la jubilación de su patrón. Ahí empezó una carrera brillante, abriendo primero un restaurante enfrente de la taberna y luego dos más en el barrio de Salamanca. De todo ello ha quedado el de Claudio Coello tras un periplo que ha acreditado el establecimiento como de primera calidad y especialista de alto rango en la cocina andaluza.
En los comienzos apareció por allí nuestro poeta, Antonio Hernández, con unos amigos arcenses. Se hizo cliente habitual y solía saludar a Carmelo iniciando la histórica alineación del Athletic de Bilbao: Carmelo, Orue, Garay, Canito etc., según me contaría él mismo. También frecuentaba yo aquel lugar, pero bastante antes de marchar a Suiza y no coincidimos en el tiempo. Fue varios años después, en el setenta y cuatro, en casa de Andrés Sorel, pseudónimo de Andrés Martínez Sánchez; un buen escritor, de no mucho éxito, que fue militante del PCE durante el franquismo y un entusiasta admirador de la Cuba de Fidel Castro. Tuve una buena amistad con Sorel y organicé con él en Segovia, en 1975, un homenaje a Antonio Machado, celebrando el centenario de su nacimiento. Andrés había nacido en Segovia en 1937 y yo, ese curso 1974/75, era catedrático de la Escuela de Magisterio de la histórica ciudad de la Vieja Castilla. Después perdimos el contacto por razones de nuestras trayectorias profesionales. Andrés fue uno de los fundadores del periódico Liberación, un medio “contra la progresiva socialdemocratización, uniformadora y represiva”, hecho a imagen y semejanza del Libération francés (pero más radical), director de la revista La República de las Letras y secretario de la Asociación Colegial de Escritores de España. En cuanto a mí, me nombraron secretario general de la comisión ministerial encargada de crear una nueva universidad en Alcalá de Henares; una tarea que me tuvo demasiado ocupado, como puede suponerse.
Antonio Hernández escribiría por encargo una Guía Secreta de Cádiz, publicada en 1979 por Sedmay; en ella recoge mi nombre, al referirse a Algeciras, lo que motivó una calurosa llamada telefónica del cronista de la ciudad, Cristóbal Delgado. La creación de Aljabibe en 1999, asociación cultural andaluza con sede en Madrid, presidida por Rafael Escuredo y ya desaparecida, nos reunió a Antonio y a mí por casi dos décadas. Él formaba parte del jurado del premio nacional de poesía que se empezó a otorgar en el 2000. Los otros miembros eran nada menos que José Hierro, Rafael Montesinos y Pablo García Baena, que junto con Antonio constituían lo más granado de la poesía española. Ninguno vive ya. Tuve la satisfacción de participar en la concesión del premio de poesía Aljabibe, a dos algecireños, Juan José Téllez (Las causas perdidas, VI edición, 2005) y Juan Emilio Ríos (Engendros de la Ira, XIII edición, 2013) ambos reconocidos poetas cuyas trayectorias literarias y profesionales han enriquecido notablemente nuestro patrimonio cultural. Mi vieja, y creo que conocida, admiración por Téllez procede de experiencias personales y del conocimiento de su obra. Tuve, además, el honor de presidir un jurado patrocinado por el Partido Andalucista, en Algeciras, liderado entonces por el alcalde Patricio González, en el que premiamos la maravillosa prosa de José Vallecillo y de Juan José Téllez. Dos figuras extraordinarias de nuestra prensa y, en general, de la literatura creada en nuestras proximidades. Esa admiración se extiende a la obra y a la tarea de Juan Emilio Ríos; al que ya más joven, no he podido conocer tan de cerca como a aquellos dos grandes hiladores del discurso periodístico.
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