Las ratas felices
Cuentos de estío: animales felices
Para Ignacio Herrera
y Miguel Ángel Caro
Ignacia y Miguela eran dos ratas felices; y era Jandro su feliz dueño que les daba trocitos de manzana liofilizada, cuencos pequeños de leche y almendras fritas con un punto de sal que las volvía locas. Ignacia y Miguela correteaban por el sofá y Jandro, como un Gulliver atado a la televisión, se dejaba andurrear repleto de cosquilleos alegres y algarabía de estar solo.
Aquella noche Jandro se levantó a orinar y volvió al rato; echó de menos a los blancos torpedos que surcaban sus ropas. Tenía la luz apagada pero parecía que la vida eran los fogonazos coloreados de las imágenes brotando de la pantalla y posándose en el butacón, el cuadro de la pared, la mesa, la silla, el sofá, su cuerpo. Así hasta que las del amanecer amortiguaron su brillo y el sonido que emitía el aparato se empezó a confundir con los ecos de la calle.
Por la mañana, la muchacha que le iba a limpiar se lo topó y fue quien llamó. En la mesa, al forense le pareció relevante que la cremallera de la bragueta estuviera bajada. Fue a mirar y pegó una cagalona cohetada hacia atrás que después siempre recordaría en cenas, bautizos y comuniones, porque del hueco abierto del pantalón salieron Miguela e Ignacia y el médico decretaría que en sus boquitas roedoras felices había partículas de polla.
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