A VISTA DEL ÁGUILA

La calle Ancha

  • Durante la última centuria ha sido la vía de referencia de la ciudad

  • Organismos oficiales, grandes almacenes, pastelerías o salones de té se asomaban a sus transitadas aceras

Último día con tráfico en la calle Ancha, en agosto de 1979.

Último día con tráfico en la calle Ancha, en agosto de 1979. / Archivo Hijas de Miguel Ángel del Águila

Aunque ha tenido varios nombres oficiales, la seguimos conociendo como la calle Ancha, tal como se documenta en la toponimia de viejos planos dieciochescos en los que se recogen los iniciales rastros de la urbe en ciernes. En el de 1736 se muestra como integrante de una vía principal que atravesaba el núcleo urbano en dirección norte-sur, desde el extremo septentrional de las antiguas murallas hasta el río de la Miel. El tramo que se asentaba sobre la amplia meseta donde se vertebró la antigua ciudad medieval fue el que acabó convirtiéndose en uno de los espacios urbanos más significativos. Comunicaba en línea recta y con significativa amplitud la trasera de la iglesia de la Palma con los espacios extramuros del antiguo cortijo del Calvario, donde se acabó ubicando el paseo de Cristina y el de la Feria, rematado por la Perseverancia.

Desde mediados del XIX, la calle Ancha no solamente era la que ofrecía solares más cotizados, sino el camino más directo de los algecireños a los lugares de recreo y asueto; lugares donde acabó diseñándose el frustrado e incompleto ensanche urbano, aprovechando los espacios que conformaban buena parte de la herencia del capitán Ontañón. Miguel Ángel del Águila fotografió una calle Ancha en cambios, en proceso de peatonalización, de desaparición de antiguos edificios, de construcción de otros nuevos y de ubicación de grandes comercios que acabaron con la imagen de la ciudad pretérita y dibujaron otra que ahora recordamos.

1. La calle Ancha con tráfico

Hasta el verano de 1979, la calle Ancha estaba abierta al tráfico rodado. Bajando por el Calvario, se giraba a la derecha y el conductor se adentraba en un tramo de tres vías. En la imagen se observa una a la izquierda con vehículos aparcados en línea y las dos restantes reservadas para una circulación que era densa aquella mañana de agosto.

Fue el último día en que se permitió el discurrir de los neumáticos sobre un asfalto flanqueado por aceras reformadas una década antes, cuando fueron ampliadas y recubiertas con cuadrados de terrazo blancos y verdes. En ellos se reflejaban las primeras lluvias y las luces de tantos letreros que ahora recordamos: Nerva, Yutta, LG, Goslen, Crisel o el vertical de fondo blanco de la peluquería de Paco, con amplias cristaleras a la calle. Matrículas de Cádiz, Málaga o Madrid; furgonetas de reparto; sillas de ruedas entre los coches aparcados; parejas de la mano; mujeres con tacones; ancianas de negro; viandantes con pasos perdidos.

A la derecha, frente a una blanca fachada de azulejos en relieve y la barra de un toldo de lienzo desfondado, las sillas vacías de una peña taurina testigo de pretéritos paseos hasta la Perseverancia, ya por entonces derribada, como tantos otros edificios sustituidos por paramentos de ladrillo visto, toldos curvos, persianas de plástico y ventanales de cristal desde donde se observaba el continuo bullir de las aceras.

La calle Ancha peatonal en 1980, con macetones pero sin arreglar. La calle Ancha peatonal en 1980, con macetones pero sin arreglar.

La calle Ancha peatonal en 1980, con macetones pero sin arreglar. / Archivo Hijas de Miguel Ángel del Águila

2. La calle Ancha peatonal

Al poco tiempo de prohibir el tráfico, empezamos a pisar un espacio cercano, pero aún no reconocido como nuestro. El que fuera lugar de tránsito de ruedas, tubos de escape y motores que aceleraban al pasar la esquina de Rocha, se fue convirtiendo en territorio donde se posaban suelas cada vez más confiadas. Al principio, mirábamos de reojo barruntando imposibles faros que vinieran desde los sindicatos; en pocos días, la calzada adquirió un pulso hasta entonces desconocido; solo unos meses después, el fotógrafo tomó esta imagen desde los altos de la Oropéndola. Era un mediodía de la primavera temprana de 1980. La madrugada anterior había llovido y quedaban marcas de humedad en el asfalto inútil. Un poniente fresco limpió los cielos y el sol iluminaba el centro de la calle bajo una caótica maraña de cables en zigzag.

Los viandantes llenan un espacio salpicado de reutilizados macetones de piedra artificial que rebosaban de cintas, coleos y geranios. Anchos pantalones de campana, ponchos, vestidos camiseros, trajes de chaqueta, faldas de tablas. Alguna mano en los bolsillos, aunque la mayoría sostiene bolsas repletas de compras realizadas en repletos comercios. Todos buscan el sol siguiendo las siete copas alineadas rebosantes de geranios; en la sombra permanecen las viejas aceras de terrazo verde, a las que se asoman nuevas construcciones, anuncios de bancos, hipermercados, autoescuelas, aerolíneas y lavadoras.

Descargando losetas en la calle Ancha, en febrero de 1982. Descargando losetas en la calle Ancha, en febrero de 1982.

Descargando losetas en la calle Ancha, en febrero de 1982. / Archivo Hijas de Miguel Ángel del Águila

3. La calle Ancha enlosada

Un año más tarde, las obras de peatonalización de la calle estaban avanzadas. Una nublada mañana de febrero de 1982, Miguel Ángel del Águila tomó esta imagen, donde la calzada se encuentra ya cubierta de hormigón a la espera de ser enlosada. Una furgoneta de reparto está aparcada entre el escaparate de Villanueva y los bajos de la casa natal de José Luis Cano, donde los almacenes vendían maletas que daban prestigio a viajar. Más allá, en los bajos de la vivienda que fuera de Regino Martínez, se abre la puerta de la Palma Real, con dulces olores a japonesas con miel y a bollos bilbaínos cubiertos de azúcar que se quedaba prendida a nuestros dedos. Más lejos, la casa de don Ventura, de soberbios cierros y balcones de verde forja bajo tejas vidriadas. Tras los marcos se dejaban ver doradas molduras de caña y ruinosos falsos techos con pinturas al fresco de míticas escenas.

Tiempos de dioses caídos, sonetos invisibles, violines rotos y pianos mudos. Años de cambios, olvidos y abandonos en aras de un siempre socorrido progreso. Pocas fachadas venerables y pocos tejados vidriados sobrevivieron a una modernidad de hormigón y palés, de losas de terrazo rojo con siluetas de peces que muchos relacionaron con siglas políticas entonces en el poder local.

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