Bocas

Cuentos del Natal

Bocas.
Bocas. / IA

La Navidad eran cuerpos de cangrejo, gambas, a veces, las menos, una langosta, y la ensaladilla, siempre para el día especial, y una pierna de cordero o una carne en salsa, a veces la pava guisada cortada en presas con esos huesecillos tan molestos, y refrescos y vino para los mayores (en Añonuevo se mojaban los niños los labios, o un poco más), y los dulces, la tita con aquel ponche, no la bebida, sino el “ruso”, decía, bizcocho borracho con lo requemado de encima que lo mismo encantaba que disgustaba.

Eran risas, cariños y abrazos, no siempre sinceros; ya se sabía... los nervios de las horas previas y después comenzaban a llegar unos, otros, unas, y los niños a correr por el piso sin importar la hora porque en todas las plantas había el mismo ruido e incluso se oía el bullicio subiendo por los huecos de las escaleras.

Parecían eternos, las fiestas eran el reinicio de una vida que siempre se repetía. Sus caras con sus sonrisas y las copas, los morrones sobre el amarillo: “¡Viva España!” decía el tito tan cachondo y metía el tenedor como si estuviera quebrando el Estado, aquella vez que vino una muchacha joven recién parida, quién era que no lo recordamos, con su niño en brazos y se apostó en el sofá para darle de mamar, los hombres rehuyendo la visión y las mujeres llenas de la alegría de la vida, las niñas curiosas y una abuela un poco incómoda.

Parecían eternos, sus caras y sus risas, cuando alguien con la maza partía las bocas enormes de aquellos cangrejos y salpicaba todo con agua salada, como una especie de hisopada que un obispo del marisco usara para bendición de bienes en el salón, eso era el Paraíso, y después las despedidas una a una, lentas, el apagarse progresivo del hogar, y los restos como ruina de la felicidad, la puerta que se cerraba y cada vez el eco de las escaleras más profundo, y al final la casa sucia y vacía, triste, eternos, esperando a una mañana siguiente...

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