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El ataque holandés a Gibraltar en 1607: su repercusión en Málaga (I)

  • A comienzos del siglo XVII, a las potencias marítimas ibéricas se habían sumado otras como Francia, Inglaterra y Holanda para disputarse las rutas oceánicas e incluso las del Mediterráneo

La Batalla de Gibraltar de 1607, por Hendrick Cornelisz Vroom. Rijksmuseum, Amsterdam

La Batalla de Gibraltar de 1607, por Hendrick Cornelisz Vroom. Rijksmuseum, Amsterdam

La expansión europea que eclosionó entre los siglos XIII y XV, cuyos protagonistas principales serían los reinos ibéricos, conllevó la mejora en capacidad y prestaciones de los barcos, de los instrumentos, de la navegación, de la cartografía náutica, y el descubrimiento de nuevas tierras.

Todo ello movió a otras potencias del viejo continente a no conformarse con el papel de espectadoras y a querer participar de la colonización y del comercio con esas nuevas tierras descubiertas y por descubrir, cuestionando la legitimidad de los acuerdos, singularmente el de Tordesillas, que repartían el mundo en exclusiva entre España y Portugal.

Al llegar al tiempo en que se sitúa este artículo, a comienzos del siglo XVII, a las potencias marítimas ibéricas se habían sumado otras como Francia, y, muy principalmente, Inglaterra y Holanda, cuyo poderío naval se hallaba capacitado para hostigar y combatir con éxito a la Monarquía Hispánica en las rutas oceánicas e inclusive asomarse al propio Mediterráneo a disputarles en él su hegemonía.

Una puesta en situación

Ratificada la paz con Francia y firmada después con Inglaterra, en 1605 solo le quedaba vigente a Felipe III uno de los conflictos heredados de su padre, el de Flandes. Las Provincias Unidas perdieron entonces su aliado inglés y hubieron de continuar su lucha en solitario, pero ya sus ejércitos, y sobre todo su marina, habían alcanzado un nivel que les permitió hacerlo con perseverancia y de tú a tú frente a España hasta la Tregua de los Doce Años suscrita en 1609.

Con el recuerdo reciente del saco de Cádiz en 1596, el tercer Felipe y sus asesores comprendieron que, sin poder descuidar la protección de los puertos indianos y las rutas del mar, debían dar un enfoque más defensivo a su política naval, reforzando todo el flanco atlántico peninsular, incluyendo a Portugal, a la sazón incorporada a la Monarquía Hispánica. En 1605, a propuesta de Diego Brochero, almirante y miembro del Consejo de Guerra, se aprobó crear tres escuadras que cubrieran por tramos la guarda y defensa de dicho litoral; la tercera de las cuales, la que aquí nos interesa, debía proteger la costa sur desde el cabo de San Vicente hasta el Estrecho, contemplándose, al mismo tiempo, mejorar los puertos de Cádiz y de Gibraltar que le habrían de servir de base (sin olvidar el de Sanlúcar), y dar un impulso de las obras que se llevaban a cabo en el de Málaga, aunque esta ciudad, en sentido estricto y en cuanto que mediterránea, quedase fuera del territorio afectado por el proyecto atlántico.

Conforme al programa Brochero, durante todo el año 1606 se fue construyendo la escuadra de la costa sur atlántica, compuesta por ocho galeones y dos pataches, a la que se destinaron 800 hombres de marinería y unos 1.000 de infantería de los Tercios. En marzo de 1607 entró en servicio la nueva y flamante Armada de la Guarda del Estrecho, pero el gobierno rebelde de las Provincias Unidas no estaba dispuesto a permitir trabas a su comercio por el Mediterráneo y mucho menos a que en el Estrecho hubiera una armada española con capacidad para impedírselo.

El primer aviso se tuvo con la primera salida al mar de la nueva flota. En este estreno, los navíos de escolta de un convoy mercante holandés defendieron a sus protegidos del intento de interceptación por los barcos españoles, que hubieron de abandonar el combate y buscar refugio en la bahía algecireña. Este primer contratiempo bélico se tradujo en varios barcos españoles desarbolados en tanto que los catorce mercantes holandeses que componían el convoy escapaban y continuaban su singladura. A los pocos días, reparados los daños sufridos, los navíos estuvieron de nuevo operativos, pero también resulta claro que estos primeros escarceos decidieron a los holandeses a no jugar a la defensiva, sino que se determinaron a eliminar la nueva flota española.

La batalla y sus consecuencias

Hallándose en la bahía de Algeciras don Juan Álvarez de Avilés, que mandaba esta flota del Estrecho, recibió un aviso del duque de Medina Sidonia sobre el avistamiento de 34 navíos de guerra holandeses doblando el cabo de San Vicente, ordenándole evitar hacerles frente por la desproporción de fuerzas entre ambos contingentes y guarecerse en la bahía “en fortaleza” para defenderse de lo que se avecinaba. Los oficiales al mando celebraron Consejo de Guerra para discutir sobre la orden recibida, que no consideraban acertada pues, si eran atacados en la bahía, una vez mezclados en la contienda los barcos propios con los enemigos, la artillería de tierra no podría intervenir sin el riesgo de maltratar también a las naves españolas y acabarían derrotadas. Como estrategia en contra, a iniciativa del malagueño Tomás Guerrero de la Fuente, capitán de mar y de guerra, se barajó la opción de esperar a los holandeses para enfrentarlos fuera de la bahía, y estar en disposición de ganar mar abierto, si se daba el caso, aprovechando la mayor capacidad de maniobra de los barcos españoles, más ligeros de peso y tamaño, evitando así la destrucción o la captura, pero la disciplina impuso obedecer la orden real transmitida por el duque. En su consecuencia, se dispuso una primera línea con los cinco barcos de mayor envergadura, y más atrás y más cerca de tierra los cinco menores acoderados, desenfilados de la artillería de las fortalezas. Los holandeses, apoyados por un viento de poniente favorable -siempre el favor de los vientos-, se echaron encima de los barcos españoles sin disparar un solo cañonazo ni darles tiempo a reaccionar, entablándose una batalla desigual con el resultado que era de esperar.

La batalla de Gibraltar, 25 de abril de 1607, por Adam Villaerts. Museo Nacional del Prado. La batalla de Gibraltar, 25 de abril de 1607, por Adam Villaerts. Museo Nacional del Prado.

La batalla de Gibraltar, 25 de abril de 1607, por Adam Villaerts. Museo Nacional del Prado.

Desde las embarcaciones menores españolas solo se pudo hacer fuego cruzado de arcabuz cuando fue destruida la primera línea de galeones, y los artilleros de tierra no pudieron hacer otra cosa que convertirse en meros espectadores de cuanto sucedía. El resultado de la batalla, desarrollada durante la tarde y noche del 25 de abril de 1607, fue de auténtica catástrofe para la flota española. Sus barcos resultaron hundidos, destruidos o incendiados, y muertos por centenares sus tripulantes y sus hombres de armas, incluyendo a todos sus oficiales, muchos calcinados e imposibles de identificar. El espectáculo debió resultar dantesco, pero los navíos españoles vendieron cara su derrota; una prueba de lo cual fue la muerte del propio almirante holandés, Jacob van Heemskerk, cuyo cadáver recibió en Holanda los honores de un héroe. Un clásico de la historiografía naval militar española, Cesáreo Fernández Duro, nos ilustra acerca de algunos detalles del desarrollo de la batalla, de su dureza y de la superioridad numérica de los neerlandeses que les permitió acosar y atacar a los españoles en una proporción favorable hasta de cuatro a uno. Literalmente escribe:

“Entraron los holandeses por la bahía la tarde del 25 de Abril, navegando en popa con brisa del Oeste sin disparar pieza ni vacilar en los movimientos, como de antemano decididos, fuéronse derechos a la línea exterior, abordando nuestra capitana cuatro, otros tantos la almiranta; igual número al galeón Madre de Dios, tres cada uno de los // nombrados Portuguesa y Campechana, haciendo poco caso de los de segunda línea [...]. La acción en semejantes condiciones debía de ser mortífera y breve, aunque no viniera la noche a concluirla [...]. En la almiranta, cuantas veces asaltaron los cuatro navíos que la tenían aferrada, fueron rechazados; visto lo cual arrojaron sobre ella artificios de fuego con que se abrasó, pereciendo Guerrero con su valiente tripulación; sólo 11 soldados se salvaron nadando...”.

También podemos encontrar referencias similares a esta batalla en autores contemporáneos.

Aunque el grueso del ataque tuvo lugar, como hemos dicho, la tarde y noche del 25 de abril, según el mismo cronista, al clarear el día 26 aún quedaban coletazos de la batalla, acabados los cuales la armada holandesa, sin oposición alguna, se dedicó a bombardear impunemente Gibraltar.

Mientras duró la lucha no hubo mucho tiempo para avisos y comunicaciones, y, pese a la relativa cercanía con el Peñón, en la mañana del día 27 el consistorio malacitano celebró cabildo ordinario sin tener noticia del ataque. Es el acta de una segunda reunión convocada de urgencia por la tarde la que recoge cómo los galeones de la flota del Estrecho se habían “desbaratado por el enemigo”.

De inmediato, el cabildo malacitano puso la ciudad y su jurisdicción en estado de alerta. Por lo que a la propia urbe se refiere, ordenó que las ocho compañías de la milicia urbana y todos los vecinos se pusieran en pie de guerra, encomendando a los capitanes y regidores del concejo don Francisco Corder y don Fernando de Málaga que, al frente de sus respectivas compañías, se mantuvieran de guardia durante esa primera noche en los lugares que se les asignara, posiblemente fuera del recinto amurallado, para repeler un posible asalto por tierra de tropas desembarcadas en las playas aledañas, poniendo a disposición de todas las unidades la pólvora y las balas necesarias.

Parece lógico y obligado que, antes de a Málaga, desde Gibraltar se dieran avisos y novedades a los responsables superiores de la defensa marítima atlántica, tal vez establecidos en Sanlúcar, Cádiz o El Puerto de Santa María. La primera notificación llegada a Málaga vino firmada por Francisco de Alarcón, de quien no constaba su rango político o militar ni el lugar exacto desde donde escribía.

Expone haber recibido la noticia “de parte del levante”, lo que permite deducir que se halla en un lugar a poniente de Gibraltar. La carta, cuya mala redacción parece traslucir cierto estado de shock emocional no controlado, dibuja un panorama desolador y se refiere literalmente a “toda la gente muerta” y a cómo la flota enemiga se dedicaba, sin oposición alguna, a cañonear y abrir troneras en las murallas gibraltareñas, con grave riesgo para la ciudad de ser saqueada o, peor aún, perderse, como desgraciadamente sucedió casi un siglo después sin que tampoco faltasen barcos holandeses en la flota al mando del almirante inglés George Rooke.

(Continuará)

Artículo publicado en el número 54 de Almoraima, Revista de Estudios Campogibraltareños (abril de 2021).

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