Cambio de planes. Antonio Ramognino, el genial artífice de las nuevas bases secretas italianas (I)

LOS ITALIANOS DE LA DÉCIMA

La Regia Marina opta por un cambio de táctica en sus operaciones contra Gibraltar

Los británicos habían reforzado la vigilancia y los medios empleados con cada incursión italiana

Prototipos del Batello-R, diseñado por Ramognino para facilitar las maniobras de aproximación de los assaltatori de la X Flottiglia M.A.S. Un arma que inspiraría algunos de los equipos especializados actualmente en servicio en varias de las más importantes fuerzas navales actuales.
Prototipos del Batello-R, diseñado por Ramognino para facilitar las maniobras de aproximación de los assaltatori de la X Flottiglia M.A.S. Un arma que inspiraría algunos de los equipos especializados actualmente en servicio en varias de las más importantes fuerzas navales actuales.
Alfonso Escuadra

26 de octubre 2022 - 03:00

En las primeras semanas de 1942, mientras en Extremo Oriente los japoneses extendían su dominio por el Pacífico, en el frente ruso la Wehrmacht se pegaba al terreno tras el fracaso de su ofensiva contra Moscú y en el teatro de operaciones del Norte de África las divisiones del Eje se hallaban de nuevo a la contraofensiva en la Cirenaica, la Marina italiana seguía firme en su intención de mantener bajo acoso las bases navales británicas. En este contexto, el éxito conseguido por la B.G. 4 en Gibraltar y especialmente el espectacular triunfo que había coronado la incursión contra Alejandría, había elevado considerablemente la moral dentro de la Decima Flottiglia M.A.S. Sin embargo, ninguno de sus integrantes ignoraba que estos importantes logros iban a traer consigo consecuencias tan previsibles como no deseadas.

Como recogería por escrito el entonces Capitano di Fregata Borghese, jefe de la división subacquea de la Flotilla, hasta entonces, el submarino había demostrado ser el medio más eficaz, por no decir el único, para llevar los torpedos de marcha lenta hasta las inmediaciones de sus objetivos. Sin embargo, ello no le impedía reconocer que su empleo conllevaba ciertas limitaciones. Por ejemplo, el tiempo empleado para cubrir la larga maniobra de aproximación desde Italia, limitaba considerablemente el número de misiones a ejecutar; un número, ya de por sí reducido debido a la necesidad de hacerlo siempre en noches de luna nueva y contando con unas horas de oscuridad que sólo se daban en ciertos meses del año. Por otro lado, la capacidad de transporte del sumergible sólo permitía el despliegue de tres únicos maiali en cada ataque. Eso por no mencionar que la ejecución de las operaciones se encontraba siempre al albur de que, en un abrir y cerrar de ojos, una salida precipitada de la escuadra enemiga les pudiese privar de sus mejores blancos en el último momento.

Se trataba sin duda de cuestiones a tener en cuenta. No obstante, la razón que en verdad había empujado, tanto a Borghese como al nuevo jefe de la X MAS -el Capitano di Fregata Ernesto Forza, sustituto de Moccagatta- o al mismísimo Estado Mayor de la Marina a buscar una alternativa táctica a los operativos empleados hasta entonces contra Gibraltar, había sido la forma en que, con cada operación, el enemigo había ido reforzando el sistema defensivo de la base, hasta conseguir que las posibilidades de éxito se situasen en un porcentaje verdaderamente inasumible.

El Capitano di Fregata Piero Pierleoni, el agente del Servicio de Información naval italiano que, desde el otoño anterior, venía encargándose de facilitar las acciones de la Decima en España, confirmaría tal extremo durante el interrogatorio al que, ya terminada la guerra, fue sometido por el Servicio de Inteligencia británico destacado en Roma. Así, en la tercera página del informe secreto en el que se recogieron sus declaraciones, concretamente bajo el epígrafe Cambio de Planes, se puede leer: "Los informes consulares -se refiere a los que desde Algeciras enviaba regularmente el Vicecónsul y agente del Servicio de Inteligencia Naval italiano Germánico Bordigioni- indicaban que las defensas de Gibraltar estaban tan minuciosamente blindadas que se había llegado a la conclusión de que, con toda seguridad, cualquier operación que pasara por introducir un submarino en la Bahía sólo podía conducir al desastre".

Entre las medidas advertidas por los informantes de Bordigioni, se encontraban tanto el incremento en el número de navíos dedicados a tareas de vigilancia, como el refuerzo en su dotación de recursos humanos, armamento y equipo. Pero lo que, por encima de cualquier otra cosa, había convencido a la Regia Marina de la necesidad de un cambio de táctica, había sido la densidad alcanzada por su sistema de detección submarina, sin olvidar las mejoras introducidas en sus medios de vigilancia y lucha subacuática. En este sentido, cabe destacar el lanzamiento de cargas por parte de los navíos que patrullaban la bahía o los emplazamiento en ambas entradas al puerto interior de nuevos dispositivos para el uso de cargas antipersonales; un arma especialmente letal, sobre todo tras el aumento observado en la cadencia de sus lanzamientos.

Había sido pues este aumento en las medidas de seguridad naval de Gibraltar el que, en verdad, habían convencido a los mandos navales de la acuciante necesidad de modificar el operativo de acoso que se había venido empleando contra aquella estratégica base. Fue entonces cuando, descartado el empleo de un submarino, el Estado Mayor de la Regia Marina quiso estudiar si era posible establecer una base en tierra desde la que desplegar sus medios de asalto.

Es obvio que el hecho que había permitido contemplar esta posibilidad, radicaba en que Gibraltar se encontraba geográficamente imbricado en el territorio de un país que presumía de ser algo más que amigo de Italia. Tal como escribiría Borghese, si la Decima pudiese situar una base permanente en la zona inmediata a su objetivo, o sea en las costas del Campo de Gibraltar, nuestra ofensiva se podría sostener en el tiempo de forma tal que no diese paz al enemigo. Así, además del daño que se le causara, se le obligaría a una vasta dispersión de medios, de energía y de personal con el fin de hacer frente a unas incursiones cuyo origen debía parecerle siempre un misterio.

En relación con ello, hay que tener en cuenta que no era de hecho la primera vez que las Fuerzas Armadas italianas habían pretendido ejecutar acciones de guerra contra Gran Bretaña apoyándose en suelo español. El ocho de junio de 1940, el ministro de Exteriores Conde Ciano había solicitado permiso -a través de Serrano Suñer- para que, tras efectuar un bombardeo, supuestamente sobre Gibraltar, aviones de la Regia Aeronautica pudiesen repostar en territorio español. Pues bien, aunque aquella operación finalmente no se llevase a cabo, en la respuesta remitida entonces por el aún ministro de la Gobernación no sólo se le había otorgado conformidad a lo solicitado, sino que se había hecho con la apostilla de que aquella positiva respuesta se repetiría cuantas veces fuese necesario.

Ello ha permitido que la misiva de Serrano venga siendo presentada como una temprana consecuencia de la maniobra de acercamiento a la alianza militar del Eje que España había emprendido tras la entrada de Italia en la guerra. Pero en este contexto y a pesar de que, en la petición de 1940, el propio Ciano había dejado claro su "carácter excepcional", remarcando incluso que "en modo alguno constituía un precedente de cara al futuro", es indudable que la contestación recibida hubiese constituido una buena base en la que apoyar las posteriores pretensiones de la Marina italiana.

Por otro lado, es cierto que la Regia Marina ya había dado ciertos pasos en este sentido, tal como demuestra el uso que, por poner un ejemplo, se estaba dando al Fulgor. Sin embargo, lo que se estaba planteando en 1942, era algo mucho más serio desde el punto de vista político, diplomático, logístico o de la seguridad que cualquier cosa que se hubiese hecho hasta entonces. Pero además, la instalación de una base permanente en el Campo de Gibraltar constituía un asunto infinitamente más comprometedor y arriesgado para una España que, tras la entrada en la guerra de los Estados Unidos, se mostraba firmemente contraria a cuanto pudiese “precipitar” su implicación en el conflicto.

Se debe tener en cuenta que el empleo de suelo español en una misión de guerra contra una potencia beligerante suponía una clara violación de sus obligaciones internacionales. Y eso era así tanto si estas se consideraban definidas a partir de la proclamación de neutralidad del 3 de septiembre de 1939, como si lo hacían a partir del dúctil y ambiguo estatuto de nación “no-beligerante” bajo el que España se presentaba desde el 12 de junio de 1940.

Todo esto hace que resulte difícil aceptar que, tal como afirmaba Borghese, el Estado Mayor de la Regia Marina hubiese realmente dado vía libre a un proyecto tan extremadamente peligroso y complicado desde tantos puntos de vista obviando, por no decir traicionando, el conocido deseo de una nación a la que Italia consideraba su aliada virtual. Es cierto que el futuro jefe de la Decima justificaría luego este proceder alegando que con ello sólo se pretendía evitar a España las previsibles represalias que sufriría si los aliados llegaban a conocer su implicación en el asunto.

Pues bien, ya de entrada, la condena que las potencias vencedoras dictaron contra el Régimen español una vez terminada la guerra, desacredita la bienintencionada hipótesis de Borghese. Pero es que, considerándola desde la perspectiva adecuada, aquellas afirmaciones de posguerra -sin duda exculpatorias para España y desde luego inestimables a la hora de facilitar la publicación en castellano de sus memorias- no sirven sino para demostrar el carácter altamente secreto del protocolo de alianza militar que, hacía poco más de un año, habían suscrito España, Italia y Alemania, el celo con el que este se guardaba y el círculo altamente restringido de personas que conocían su existencia. Pero lo más importante radica en que la vigencia de este compromiso y la creencia de Franco en que el Eje aún podía alzarse con la victoria final en Europa, permiten plantear que, a finales del invierno de 1941-42, la pretensión de la Regia Marina de contar con una base de operaciones en suelo español bien hubiese podido recibir una acogida parecida a la que, un año y medio antes, se había dado a la petición relativa a los bombarderos de la Regia Aeronautica. Tal vez dentro de algunos años, se encuentren por fin a disposición de los investigadores los fondos que permitan documentar con detalle los entresijos de este singular episodio.

De momento, lo único perfectamente probado es que para estudiar in situ las diferentes opciones que el entorno inmediato a la colonia presentaba para ubicar dicha base, el Amiraglio Carlo Giartosio, jefe de la División de Operaciones (Ufficio Piani) del Estado Mayor naval italiano, había recurrido a un suboficial recién incorporado a la Regia Marina y aún así, relativamente conocido entre los mandos más caracterizados de la flotilla donde se concentraban sus medios de asalto.

El Capo di terza classe Furriere Antonio Ramognino contaba entonces treinta y tres años. Había nacido en Génova-Pegli y aunque era un navegante experimentado, descendiente de una antigua familia ligur con cierta tradición marinera, nunca se contó entre las escogidas promociones de la Academia Naval de Livorno, ni llegaría a pasar tampoco por los centros de formación en los que se forjaban los cuadros de las distintas especialidades de la Marina. Ni siquiera era un militar profesional, sino un doctorando en económicas y comercio que, en su día, no había podido incorporarse a filas a causa de una lesión de espalda, producto de su pasión por los deportes náuticos. De hecho, hasta hacía poco más de dos meses, venía trabajando como subdirector administrativo en la planta que la empresa aeronáutica Piaggio & Co. poseía en Génova-Sestri.

Su primera relación con la Regia Marina le había venido de la mano de un proyecto al que, lo mismo que había hecho Tesei con su maiale, había dedicado muchísimo tiempo y esfuerzo. Un proyecto consistente en el diseño de un innovador medio de asalto naval que presentaba grandes ventajas en lo que se refería a facilitar las maniobras de aproximación de los operadores y que multiplicaba notablemente la efectividad de sus acciones.

Curiosamente, según confesaría años después, había sido el bombardeo sufrido la mañana del 9 enero de 1941 por su ciudad natal, por cierto ejecutado por navíos de la Royal Navy con base en Gibraltar, lo que le había llevado a someter su proyecto a la consideración de la Marina. Muchos meses después, tras no pocas vicisitudes, había conseguido el apoyo del jefe de la X Flotilla, luego de su sustituto y especialmente, del aún Capitano di Corvetta Borghese que, en aquellos momentos, era el responsable del Núcleo Subaqueo de la misma. Estos avales habían resultado muy importantes para que su nueva arma recibiese la definitiva aprobación del Estado Mayor naval.

Paralelamente a todo este proceso y aprovechando su trabajo en la fabricación de los prototipos, Antonio había presionado para que se diese curso a su solicitud de incorporación al servicio activo con las fuerzas navales. No es de extrañar pues que, en febrero de 1942, la culminación de sus deseos le llegase cuando las dos primeras versiones de su barchini acababan de ser entregadas a la Marina. Hasta ese momento, esa había sido la manera que el ingenioso genovés había encontrado para canalizar su voluntad de servir a su país en aquella guerra. Sin embargo, iba a ser la necesidad de buscar alternativas tácticas a las operaciones de los medios de asalto contra Gibraltar, lo que en verdad le iba a proporcionar la oportunidad de prestar servicio y al mismo tiempo, resolver sus cuitas con Gran Bretaña.

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