A vista Del Águila

La ciudad creciente

  • Cuando Miguel Ángel Del Águila lo fotografió, el extrarradio de la Algeciras histórica comenzó a experimentar radicales transformaciones

Las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos, en 1974

Las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos, en 1974 / Miguel Ángel del Águila

Los 25.000 habitantes que tenía Algeciras al acabar la Guerra Civil se doblaron en una década y se convirtieron en 52.732 en 1950. El crecimiento de la población se mantuvo y en 1970, cuando Miguel Ángel Del Águila fotografió sus espacios urbanos, había superado los 81.000. En aquel tiempo, la ciudad se había convertido en destino de migraciones que llevaron hasta ella a numerosas personas de variada procedencia.

Muchos abandonaron los cercanos ámbitos rurales, que sufrieron un definitivo proceso de despoblación: los altos de las Corzas, las Cabezuelas, las Dehesillas, el Cobujón o los Alacranes vieron cómo los viejos chozos, las ventas, las carboneras o los patios de corcha se vieron invadidos de una vegetación que fue cubriendo los muros de piedra y los techos de brezo. También acudieron al reclamo de la ciudad creciente desplazados de pagos serranos más lejanos y de apartadas costas al otro lado de insondables cordilleras. Los nuevos acomodos no fueron fáciles: en unos casos se buscó cobijo bajo las viejas tejas de la ciudad armónica; en otros, hubo que recurrir a refugios más humildes.

Con ese objeto se levantaron improvisados albergues y circunstanciales viviendas que rodearon el entorno de la ciudad cambiante: del Campo Chico al Hotel Garrido; del Hoyo de los Caballos al Cerro de las Monjas; del Llano de la Junquera al Saladillo. Todo antes de que la nueva Algeciras comenzara a urbanizarse.

Vistas hacia el sur desde la calle Hermanos Pinzón, en 1970. Vistas hacia el sur desde la calle Hermanos Pinzón, en 1970.

Vistas hacia el sur desde la calle Hermanos Pinzón, en 1970. / Miguel Ángel del Águila

Contrastes históricos

Una tarde de enero de 1970, el fotógrafo subió hasta lo alto de las escaleras de la calle Hermanos Pinzón para tomar esta imagen hacia el sur. Tras un descampado sobre el que se erguían rectos postes de madera para el cableado, cerrando una vía sin urbanizar donde solitarios vecinos se apostaban en la puerta de sus casas, se muestra en hilera media docena de chabolas bañadas por el sol tangente de aquella tarde invernal.

Endebles tablones de madera formaban frágiles fachadas en las que el tiempo prolongaba su provisionalidad. Techos de uralita o ligeros paneles forrados con esmero cubrían a dos aguas reducidas estancias de fatigas y pobreza, pero blanqueadas con varias manos de cal que cubrían la humedad y las penalidades de las vidas que a duras penas cobijaban. Detrás, viviendas de mampostería se alzaban junto al último tramo del arroyo del Saladillo en terrenos de aluvión y cíclicas riadas, donde confluían las aguas de la meseta de Pescadores y del alto eucaliptal frente al que se alzaban los sólidos y blancos muros de la antigua casa de Buenavista.

Bajo cuidadas tejas árabes, sobre radiales cárcavas y frente a una palmera canaria azotada por el viento, la vieja mansión que albergó a los guardeses del vecino campo de golf, veía desde sus contraventanas una nueva ciudad que se extendía a sus pies, bien diferente de los elitistas proyectos que marcaron olvidados días de praderas verdes y deportivos hoyos.

Vistas de la zona del Hotel Garrido, en 1970. Vistas de la zona del Hotel Garrido, en 1970.

Vistas de la zona del Hotel Garrido, en 1970. / Miguel Ángel del Águila

Contrastes coetáneos

Una clara tarde de poniente de 1971, Miguel Ángel Del Águila enfocó su objetivo hacia el Hotel Garrido, otro asentamiento urbano que acogió a un buen número de nuevos pobladores que arribaron a la ciudad en décadas anteriores. Tras un yermo descampado donde se erguían salteados postes que sostenían un anárquico cableado, se mostraba una poco ordenada sucesión de fachadas traseras entre solitarias palmeras, tupidos transparentes y ropa blanca puesta a secar.

Desfondados tejados convivían con cúbicas azoteas; humildes balaustradas con breves escaleras que comunicaban interiores de trabajo y penurias con cielos apartados y altos. Contadas antenas de televisión competían en altura con nuevas farolas que rodeaban los nuevos muros de los bloques de Carteya, que se alzaban con la solidez del ladrillo visto tras las blancas lindes de unos humildes cobijos que tenían ya sus días contados.

La nueva Algeciras formaba un telón de viviendas en altura, cruces de hormigón, nuevas bibliotecas, paralelas líneas de ventanas, despejados aparcamientos, charcas desecadas, pisos de maestros y nuevas construcciones que, desde el final de la Avenida comenzaban a ocultar el perfil familiar de un Peñón sin nubes ni montera que en aquellos años de nuevas construcciones y cambios urbanos no podíamos pisar.

Las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos, en 1974 Las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos, en 1974

Las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos, en 1974 / Miguel Ángel del Águila

La nueva Algeciras

Una clara tarde de primavera temprana de 1974, Miguel Ángel Del Águila volvió a hacer honor a su apellido y subió a las alturas de la calle Lanzarote para captar esta imagen de las nuevas barriadas que tomaban forma en el lugar de antiguos asentamientos. Tras la plana cubierta del mercado entonces nominado como de la Victoria, al borde de unos círculos concéntricos de ficcionalidad contenida, se abrían planificados descampados donde se habían alzado las humildes viviendas del Hotel Garrido. Alguna sobrevivía junto a nuevas calles urbanizadas con una amplitud y planificación poco usual por estos pagos.

En la vía homónima que se cruza con Séneca, amplios espacios de aparcamiento esperaban ser ocupados, mientras media docena de vehículos discurrían por la recta traza de Ramón Puyol, orillada apenas por nuevos colegios y una ordenada línea de catalpas recién trasplantadas que mostraban airosas sus primeras y anchas hojas verdes. Tras los desmontes del desvío del río en la antigua Charca, el Isla Verde mostraba sus persianas bajadas y su antigua valla de travesaños que lo asoció con rurales topónimos de televisivas series en blanco y negro.

Nuevos edificios se levantaban junto al llano de la feria y frente a jóvenes barriadas que daban forma a la ciudad nueva: las Colinas, la Reconquista y Doña Casilda, que aún no lograban ocultar la casita de las Palomas y su solitario eucalipto. Allí, en la cima del yermo cerro de los Adalides, donde solo crecían agrupados palmitos, fue durante años vegetal sustituto de torres perdidas y vigía de una ciudad que crecía con la fuerza incontenida de las adolescencias imberbes, sin apenas conciencia de un tiempo pasado: para unos, mejor; para otros, simplemente pasado.

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