A vista Del Águila

Veranos de sol y playa

  • A partir de los setenta, El Rinconcillo y Getares eran las playas adonde acudían los algecireños

  • La cámara de Miguel Ángel Del Águila captó su uso masivo

La playa de El Rinconcillo, en 1978.

La playa de El Rinconcillo, en 1978. / Miguel Ángel del Águila

A lo largo de los años setenta, las dos playas urbanas de Algeciras en las que discurrieron las horas de estíos de una niñez en sepia fueron perdiendo su uso. Al norte, la de los Ladrillos mostraba un menguado perfil de arena sucia y abandonada a su suerte flanqueado por desagües, colectores y el nuevo cauce subterráneo del río. Al sur, la del Chorruelo había desaparecido bajo vías de asfalto que alejaron la línea de costa que antes llegaba hasta los pies de la mansión de los Larios, el hotel Cristina o el recordado palafito del Kursaal.

Ante esta situación, no hubo más remedio que acudir a playas más distantes: El Rinconcillo o Getares. Arenales diferentes, con público bien distinto y a las que se iba en circunstancias igualmente disímiles. La primera era la opción mayoritariamente elegida en aquellos tiempos de cambio por los ciudadanos, que se vieron obligados a recorrer kilómetros para poder bañarse cuando el calor apretaba, el calendario lo señalaba y, para algunos, el Carmen había recorrido en la Caracola la dársena del puerto.  

Aparcamientos completos en El Rinconcillo, en 1970. Aparcamientos completos en El Rinconcillo, en 1970.

Aparcamientos completos en El Rinconcillo, en 1970. / Miguel Ángel del Águila

1. Aparcamientos completos

Al Rinconcillo se podía ir andando. Un punto de partida podía ser la Escuela de Arte, recién construida, y seguía el paseo en paralelo a los Ladrillos para subir, por detrás del cementerio, a la arena rojiza del llano del Polvorín. Tras bajar el escarpe de la torre del Almirante y rodear con pasos cuidadosos la base circular de casas que se adentraban en el mar, se llegaba al escueto arenal de la Concha, antesala del Rinconcillo. Se utilizaban también familiares desplazamientos en autobús, que partía lleno de la Marina y al que seguían incorporándose viajeros con billetes de papel barato entre cestas de mimbre, sombrillas de tela y estampados de rizo americano. 

También se podía ir en coche, que se dejaba en aparcamientos extensos en la memoria, como el de esta imagen captada una mañana de domingo de 1970. El sol no estaba muy alto y ya se habían llenado los sombrajos de cañizo. Zahorra recién apisonada, celosías recién pintadas, uniforme de verano recién cambiado, banderas por parejas recién izadas. Un poniente largo hacía tremolar las enseñas y limpió la lejana sierra. Sucesión de planos horizontales tras los chamizos: paralelos tejados de viviendas sociales; tupidos parrales; la suave colina por la que descendía la carretera de acceso con escaso tráfico y la plana meseta de perfil limpio y plano, donde destaca la blanca bóveda de la ermita de los Cervera y los imponentes muros de una mansión familiar hoy circunvalada por cerradas curvas de hormigón y asfalto.

La playa de El Rinconcillo, en 1978. La playa de El Rinconcillo, en 1978.

La playa de El Rinconcillo, en 1978. / Miguel Ángel del Águila

2. Todos en la playa

Había días en que los cuerpos casi no dejaban ver la arena. El fotógrafo tomó esta imagen un domingo de agosto de 1978 desde los altos cercanos al camping buscando la mirada Del Águila. El débil oleaje de un levante casi en calma oculta los granos blancos, duros y formando ondas que pisábamos en una niñez de burgaos y coquinas, de transparentes peces que nos rozaban los pies en busca de lejanas profundidades. Mar de cuerpos, mar de sombrillas, mar de mar. Techos de cañizo, bares con sillas de tijera a la sombra, mesas con botellines de cerveza y sardinas asadas, suelos de arena blanca y conchas de caracoles.

Las cabezas llegan hasta el inicio de las dunas, frontera visual con Palmones, que se asoma a lo lejos con la torre de Entrerríos, el cuartel y los altos muros del hotel Terol. Al fondo, el telón de espigados eucaliptos que empieza a cubrir jóvenes acerías. A la izquierda, sobre barandas, balaustradas y chamizos, la sempiterna araucaria del Bahía desafiando vientos y multitudes. En primer plano, juego de contrastes: sucesión de quebrados techos de recién construidas casetas junto a venerables y vencidos tejados a cuatro aguas que bien pudieron acoger al joven José Luis Cano mientras escribía sonetos inspirados en esa misma bahía.

La playa de Getares, en 1980. La playa de Getares, en 1980.

La playa de Getares, en 1980. / Miguel Ángel del Águila

3. Getares, la otra playa

Getares estaba más lejos. Para muchos, lo que había más allá del Campo de Golf formaba parte del territorio de las aventuras. Muchas madres la nombraban con el desasosiego de las inquietudes que susurraban de boca en boca: peligros, corrientes, ahogamientos. Era frecuentada por ingleses que utilizaban el Club de Playa del Hotel Cristina, vecinos de las pedanías cercanas y jóvenes que llegaban hasta allí en iniciáticas excursiones con destartaladas tiendas de campaña y víveres para pasar la noche. Tras la construcción de la Residencia y las primeras urbanizaciones en San García, la playa fue utilizada cada vez más, dejándose de lado pasadas turbaciones.

En esta imagen que captó Miguel Ángel Del Águila un domingo de julio de 1980 desde un escarpe próximo al actual parque del Centenario, se observan automóviles aparcados en carriles de arcilla, sombrillas en grupo y tiendas de loneta abiertas al mar y al levante. La llanura de aluvión del Pícaro se encontraba aún intacta: algunas edificaciones en cotas más elevadas, postes de tensión, cañaverales y poco más. Los cuerpos invaden apacibles aguas donde fondean colchonetas, barcas de madera y una escueta embarcación deportiva en paralelo a las lajas del flysch que continúan hasta punta Carnero, camino de un faro mucho más lejano. 

Con esta imagen nos despedimos hasta septiembre. Ha llegado la hora de salir: ver el mar, la tierra, el cielo y tomar imágenes que igual algún día serán comentadas en prensa, cuando lo lejos parezca cercano. 

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