A Vista Del Águila

La plaza Alta: la proporción perdida

  • En los primeros años setenta, la plaza Alta aún mantenía la proporción arquitectónica dieciochesca

  • La cámara de Miguel Ángel del Águila fue testigo de importantes cambios en su perímetro

Imagen general de la plaza Alta, con la iglesia de la Palma, en mayo de 1972.

Imagen general de la plaza Alta, con la iglesia de la Palma, en mayo de 1972. / Archivo hijas de Miguel Ángel del Águila

Cuando Miguel Ángel del Águila comenzó a realizar sus reportajes fotográficos, aún se podían vislumbrar perspectivas que mantenían la armonía arquitectónica de siglos pasados. Las consecuencias del desarrollismo no eran todavía visibles en el espacio urbano más representativo y la plaza Alta de Algeciras podía reconocerse como en viejos grabados de anticuario, cuando se rotulaba del Almirante en honor de Godoy. Los volúmenes mantenían el equilibrio de los edificios que se erigieron en ella a mediados del XVIII, mostrándose como un espacio proporcionadamente amplio dominado desde su testero occidental por la mole de la iglesia de la Palma, que entonces destacaba del resto del caserío y sobre todo por su decimonónica torre, hito vertical y referente que era visto desde cualquier punto cardinal.

Ninguna construcción osaba competir con ella y la línea del cielo urbano dibujaba una suma de volúmenes que tenían la primitiva homogeneidad de los parientes bien avenidos. No había distorsiones: muros blancos de cal, tejados de arcilla y líquenes, árboles en su derredor cuadrado y alguna torre mirador con la altura suficiente para contemplar el mar cercano y un cielo escasamente amenazado  por las vanidades humanas.

Imagen general de la plaza Alta, con la iglesia de la Palma, en mayo de 1972. Imagen general de la plaza Alta, con la iglesia de la Palma, en mayo de 1972.

Imagen general de la plaza Alta, con la iglesia de la Palma, en mayo de 1972. / Archivo hijas de Miguel Ángel del Águila

La imagen más plasmada

El margen occidental de la plaza ha sido el más reflejado a lo largo de su centenaria historia. La presencia de la iglesia mayor y de su torre así lo justifican. Aunque descentrado en relación a la plaza -lo que ocasionó el indisimulado enfado de Jorge Próspero de Verboom-, el templo se ha venido convirtiendo en un icono del imaginario de todos los ciudadanos. Viendo esta imagen tomada por el fotógrafo a principios de mayo de 1972, apenas se observan diferencias con el famoso grabado de Tomás López de 1807 en lo que respecta a los edificios que la orillan.

La iglesia permanece igual y la casa de la derecha es la misma que dibujara Joaquín Dolz a principios del XIX. Tras ella, un juego de volúmenes y tejados que siguen la más clásica proporción al no alcanzar ni a la mitad de la altura de la torre. Los cierros y los balcones se mantienen; solo el nuevo edificio del Casino, desde donde está tomada la imagen, rompe la estética de cal, tejas, contraventanas de madera y balcones de forja. La bandeja central de la plaza muestra las consecuencias de una muy reciente reforma que acabó con el enlosado y la balaustrada de cerámica trianera mandada poner por Emilio Salinas en 1930. Jarrones regionalistas sustituidos por circulares macetones en serie de piedra artificial; enhiestas farolas de forja con vulgares añadidos trapezoidales. Todo ello rodeado por naranjos recién podados tras los constantes temporales de invierno.

Sin embargo, lo más preocupante se observa a la derecha: el noble edificio entre Santísimo y Rocha, de largos balcones y arco en la entrada, muestra aquí sus desgarradas entrañas. No fue la mano del hombre, sino su desidia lo que motivó el  final de sus días, algo bastante habitual en la Algeciras de entonces, cuando vimos derrumbarse tantos sólidos muros que habían sabido mantener las elegantes proporciones.

El edificio de la Policía, en 1969. El edificio de la Policía, en  1969.

El edificio de la Policía, en 1969. / Archivo hijas de Miguel Ángel del Águila

La imagen menos conocida

El clisé más recurrente de la plaza ha sido siempre su flanco occidental; en este caso, Miguel Ángel Del Águila se dio la vuelta y miró de cara a lo que las imágenes repetidas tenían enfrente: el testero oriental de un espacio que hoy resulta extraño, distópico, con un acento incluso foráneo. Parecen fachadas de Tavira, con raros tejados a cuatro aguas que perviven en el oficial edificio del centro. Neogóticos ventanales de madera, recargados jarrones sobre las pilastras, persianas mallorquinas, balcones corridos, marquesinas de folletín, cierros de forja, remates de madera. Telón de escena decimonónico sobre el que no ha pasado el tiempo en balde.

La humedad ha corroído los muros, el viento ha vencido los batientes y los portones cerrados son signos de clausuras definitivas. Los nuevos tiempos llegan en forma de relucientes taxis apostados en lo que siempre fue parada, mientras nuevos azulejos apenas dialogan con los sevillanos diseños que apenas sobreviven tras desafortunadas reformas. Poco después de que se captara esta imagen, con el cambio de década, el derribo de estas fachadas permitió que la plaza se asomara al mar, pero fue un espejismo, un inesperado regalo cargado de constante viento y esperanzas rotas, truncadas sin medida por altos muros a escuadra sin neogóticos ventanales ni cierros de forja.

La fuente central de la plaza Alta, con la capilla de Europa al fondo, en el verano de 1969. La fuente central de la plaza Alta, con la capilla de Europa al fondo, en el verano de 1969.

La fuente central de la plaza Alta, con la capilla de Europa al fondo, en el verano de 1969. / Archivo hijas de Miguel Ángel del Águila

La imagen fugaz

Persistía el verano de 1969 cuando el fotógrafo subió a la buharda del Mercedes y tomó esta imagen llena de claroscuros y preñada de malos barruntos. En primer plano, la plaza con la solería de terrazo, las cuatro acacias flanqueando a la fuente rodeada de macetas con geranios y sedientas ranas. La tarde festiva era calurosa y pocos se atrevían a atravesarla en dirección a una capilla que mantenía las puertas cerradas. Enfrente, unos carteles publicitarios delimitan el solar de La Africana, que permite que el sol llegue al arranque de la calle Real.

La capilla se muestra aún amparada por el equilibrio. Los edificios que la escoltan mantienen la proporción y los volúmenes. Nobles fachadas, soberbios tejados y una sólida torre mirador coronada por un chapitel de cristales y planchas que nunca se habían atrevido a competir con la altura de su barroca espadaña. Pero todo tenía los días contados. La linterna desde la que se contemplaba la arribada de los barcos a puerto es hostigada por los muros y el patio de luces del nuevo edificio frontero; blancos depósitos de combustible han borrado la costa de la antigua isla y el sol pronto dejará de iluminar el arranque de la calle Real con nuevos edificios sin tejados en pendiente ni airosos chapiteles. La proporción acabó pasando a mejor vida y a punto estuvo de hacerlo la capilla. 

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