In Memoriam
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Algeciras/El cauce que conduce a la formación de una población civil en Gibraltar y, sobre todo, a su instrumentalización al servicio de objetivos militares no se comprendería sin observar su paralelismo con los propósitos emanados de las oligarquías nacionalistas. De hecho, apenas si se pueden captar diferencias entre los propósitos que animan a la burguesía catalana y a la vasca y la evolución del nacionalismo gibraltareño que surge en el ánimo del personal cuando en vísperas de la Segunda Guerra mundial la población es humillada y maltratada por el imperialismo británico. No es cuestión, al respecto, de referirse a la “izquierda nacionalista”, porque “izquierdismo” y “nacionalismo” son conceptos mutuamente excluyentes. El marxismo que, se quiera o no, se disimule o no, subyace en cualquier planteamiento que suponga una definición política con sello de izquierdas, puede ser calificado, con más o menos acierto, casi de todo lo que se quiera pero de ningún modo es asociable al nacionalismo, cuyo caldo de cultivo es la derecha cavernaria. Fenómenos como las ensaladas separatistas vascas o las melanges republicanas catalanas son incomprensibles para la razón e inescrutables para la inteligencia. Debo por ello dejar claro que no puede entenderse el nacionalismo sino desde su radicación conceptual burguesa y, por lo tanto, cuando hablo de nacionalismo me refiero a ambientes de una derecha trasnochada, propia de un tiempo que debiera estar muy superado, más que nada en las sociedades en las que los derechos humanos conforman el tejido sobre el que se establecen las leyes y la convivencia.
Lo que hoy representa la anacrónica realidad que es la colonia, tal que así consta, con esa denominación, en los papeles oficiales británicos, se debe al germen nacionalista que nace y crece al amparo de la afrenta que sufrieron los yanitos en 1939; cuando el Reino Unido decide despoblar el Peñón. Más adelante describiré con algún detalle lo que pasó. Porque lo ocurrido explica el verdadero carácter de una población que no puede controlar su destino, por muy demócrata que se crea ser. Es en ese momento histórico cuando un pequeño grupo de yanitos se las arregló para escapar del exilio forzoso al que la metrópoli los sometió, dándose la oportunidad de tomar consciencia de lo que los unía, siendo como eran de orígenes diversos. Esa diversidad dificultaba la definición de una identidad con una cierta coherencia étnica. Apenas si quedaba nada del sustrato social anterior a la depredación de 1704; pocos españoles, supuestamente próximos a las aspiraciones del archiduque Carlos, siguieron en el territorio. Incluso los catalanes que participaron en la depredación en tanto que partidarios del austriaco volvieron a Cataluña y se reintegraron a sus afanes; como lo haría Rafael Casanova, abogado que volvió a ejercer tras la contienda. La mayoría de los nuevos gibraltareños procederían de los movimientos migratorios mediterráneos y norteafricanos, siendo Génova y Tetuán las ciudades más implicadas. La presencia británica se reducía casi totalmente a la guarnición militar. De Tetuán procedían los judíos sefardíes que tanta importancia han tenido siempre en la sociedad gibraltareña. El comercio era en todo caso, el atractivo fundamental, para el que los genoveses no sólo estaban habilitados por la trascendencia comercial de Génova, sino también porque habían sentado plaza en Cádiz y participaban activamente en las relaciones mantenidas con la América española.
El nacionalismo inspirador de la pretendida identidad de los yanitos es la causa sine qua non se entendería el contencioso. Conviene pues detenerse en ello. Aludo a ese propósito acudiendo a la personalidad de Francesc de Carreras, un profesor universitario con un largo recorrido en el periodismo de opinión, al que se señala como precursor, con unos cuantos más, de los movimientos intelectuales que dieron lugar no hace mucho a la aparición de Ciudadanos, un partido político que pudo haber sido providencial y se diluyó en la nada. Catalanes como De Carreras, los promotores de Ciudadanos pertenecían, en general, a familias de la burguesía barcelonesa y eran hijos de padres conservadores que se sintieron cómodos en el régimen pilotado por el general Franco. Eran jóvenes de izquierdas que fueron madurando hasta situarse en el centro derecha o en la derecha, sin más. Ciudadanos se apagó de forma parecida al andalucismo político que reapareció en la Transición; los egos se hicieron mayores y los sueños se esfumaron en el ambiente de los intereses del yo y de su circunstancia. Si en el andalucismo la inspiración era de radicación libertaria y nacía como reacción a la postergación de Andalucía -consecuencia del conformismo que acompaña al escepticismo de los andaluces- en la antesala de Ciudadanos reinaba la reacción contra el nacionalismo.
De Carreras reunió en un libro, una selección de sus artículos de prensa. Lo tituló Paciencia e independencia (Ariel, 2014) y él mismo explicó así la inspiración de los textos: “Tal como se explica en algunos de los artículos seleccionados, este título es consecuencia de una anécdota personal que para mí fue muy significativa. En una de las multitudinarias manifestaciones en favor de la autonomía, a finales de los años setenta y ya en democracia, tras recorrer un buen trecho de las calles por donde discurría la manifestación y ya con intención de volver a casa, unos amigos de Convergencia me invitaron a unirme a su grupo. Lo hice con gusto, les acompañé durante un rato, pero en medio del barullo no entendía el lema que coreaban. Al preguntarles por la frase que al unísono repetían, me respondieron: "Avui paciencia, demá independencia". Me sorprendió de entrada pero inmediatamente comprendí el significado: para estos amigos nacionalistas, la autonomía es una simple fase transitoria que habrá que superar: hay que tener paciencia, pues el verdadero objetivo, la meta, es la independencia.”
El proceso catalán, como su pariente vasco, ha conseguido importantes logros, no obstante de estar apoyado en unos propósitos vacíos de contenido, cuando no disparatados, y generado, en esencia, por una minoría más interesada en su propio progreso que en el del conjunto de sus semejantes. A mi parecer, el más significativo de esos logros, desde el punto de vista semántico –aviso para navegantes–, el que mejor proyecta en el lenguaje los propósitos del nacionalismo es el de haber conseguido que se hable de independencia y no de lo que es: separatismo. Ni Cataluña ni las Vascongadas dependen de nada sino que forman parte de un todo llamado España. Los nacionalistas, todo lo más que pueden querer es separarse de aquello a lo que pertenecen, de lo que forman parte como consecuencia del devenir histórico. No son pocos los activistas de izquierdas que cultivan la manipulación del lenguaje hasta conseguir un efecto semejante al que Adolfo Suárez quería obtener con la famosa frase: "Hay que elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal". La escribió un joven periodista entonces –tenía menos de 30 años–, Fernando Ónega, para lucimiento del presidente Suárez en el discurso que pronunció en las Cortes, en 1976, en defensa de la Ley para regular el Derecho de Asociación Política, soporte jurídico de la Transición.
La paciencia a la que se refiere De Carreras tiene un denso núcleo de resignación ante la evidencia. Es inevitable echarle paciencia a lo que no tiene posibilidad alguna de prosperar. Claro que sirve a modo de mantenimiento del grupo; sostenella y no enmendalla se decía en castellano antiguo cuando se quería aludir a una especie de cabezonería en mantener algo sobre lo que se tenía consciencia de que no iba a cambiar. Los nacionalistas saben que sus políticas no pueden abocar a la separación, no sólo por inconvenientes internos insalvables sino también por el efecto dominó que la práctica totalidad de los Estados europeos –en casi todos hay brotes nacionalistas consolidados– están dispuestos a evitar a toda costa. Pero el separatismo es el sustento del nacionalismo. Tal vez esa sea la frágil raíz del endeble tronco del que emanan los nacionalismos de izquierdas: ser el soporte, el nutriente, de un discurso sofista, falso pero suficiente para tener algo que hacer en el escenario.
En dos asuntos hay que detenerse, antes de que concluyamos, como lo haremos, que lo que quería decir el presidente Suárez, en palabras creadas por Fernando Ónega, era en realidad que es cuestión de hacer creer que es normal lo que se quiere que parezca normal, para que así se realice lo que uno quiere que se realice. Una revisión rápida por la superficie de los periódicos, deteniéndose en los lugares en los que se escriba sobre Gibraltar en su realidad actual, Brexit y demás pormenores incluidos, nos conduciría de modo inevitable a que le tenemos que resolver el problema que tienen los yanitos para que no nos creen a nosotros más de los que ya tenemos. Como han pensado –si es que han pensado– los últimos ministros de Exteriores, de diestra y siniestra, de lo que se trata es de marear a cuantas perdices sea necesario para que todo se quede como estaba.
Una vez más aparece la más que célebre frase, inmortal donde las haya, que el escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa puso en boca de uno de los personajes de su novela El gatopardo (1958), publicada poco después de su muerte y consagrada para la eternidad por la película del mismo título de Luchino Visconti, estrenada un lustro después: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi" (Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie). Esos dos asuntos a los que me refiero son: el humillante exilio forzoso que sufrieron los yanitos por cuenta de sus amos al arrancar la Segunda Guerra mundial, en 1939, y la creación, en 1942, en un Gibraltar sin apenas población civil, de la “Asociación para el Avance de los Derechos Civiles en Gibraltar (AACR )”, alrededor del sindicalista Albert Risso, mecánico de profesión, y de la que el abogado judío sefardí, Joshua (o Salvador) Abraham Hassan, sería alma, corazón y vida.
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