Campo Chico

Gayubo, la mostra

  • En mis conversaciones con Felipe Gayubo, una vez surgió la simetría como singularidad geométrica

  • Un genio que se fue en el intento de comprender y de abarcar la belleza que Dios nos ofrece cada día

Detalle de un cuadro de Gayubo.

Detalle de un cuadro de Gayubo.

Probablemente la exposición antológica que se inaugura el próximo martes, día 18 de este mes, a las 12:30, en el Museo Municipal de Algeciras –el viejo e histórico edificio de La Caridad– sea la de mayor rango, variedad y detalle que se haya hecho jamás, de la obra de Felipe Gayubo (Aranda de Duero 1935-Algeciras 2008). La personalidad de este artista extraordinario ha brindado a nuestra ciudad una rara oportunidad: la de poder disfrutar de la mayor parte de una obra excepcional, concebida y realizada en su hábitat. Pero para que así sea por completo, es necesario que la Delegación de Cultura –el Ayuntamiento, en fin– resuelva de modo definitivo la radicación de una exhibición permanente; no limitada, como es el caso: la obra de Gayubo debiera ser residente en Algeciras. No muchos tuvieron la posibilidad de conocer bien a Gayubo, sobre todo de conocer su obra, porque sus apuntes, sus pequeños cuadernos, sus cuadros, sus bocetos y hasta sus reflexiones, diría yo, formaban parte de un universo, de su universo, de un albergue de vivencias, sensaciones y sueños de los que él se negaba a privarles.

Cambié muchas impresiones con Gayubo; eso de que yo fuera matemático le despertaba la curiosidad. Le interesaba todo aquello que le permitía imaginar cursos y paradas por el misterio de la vida, la ciencia, el arte y la conciencia. Uno de sus amigos, que podía suplir con su oficio de psiquiatra, la diferencia de edad con el artista, Mario Acevedo, se referiría a él, hace un lustro, en el contexto neorenacentista de una tercera cultura integradora. No debiéramos pensar en que la cultura puede ser parcelada, pero lo es de hecho.

He visto a muchos humanistas incluso presumir de su ignorancia cuando de ciencias se trata, particularmente de matemáticas, y son tenidos, y se tienen a sí mismos, por cultos y eruditos. El analfabetismo numérico está asumido por muchos sabios de letras como lo más natural. Me llamarían a mí analfabeto si les dijera que no sé quien es Cervantes o Shakespeare, pero se me encogerían de hombros si les preguntara yo a ellos por Gauss, tan importante como aquellos en términos culturales de andar por casa y mucho más en el conocimiento de la realidad en que estamos, estuvimos y estaremos.

Hornacina. El Hombre. Hornacina. El Hombre.

Hornacina. El Hombre.

En Gayubo se producía esa unidad indivisible del ser, de su mente y de su fisiología, del medio en el que desarrolla su vida, celebra sus éxitos, disfruta de sus sensaciones, de sus amores y donde también sufre y padece. Le he oído muchas veces decir a otro gran artista, Guillermo Pérez Villalta, que a él sólo le interesa la belleza, que él pinta lo que siente bello y en la belleza. Por eso le gusta controlar el lugar en el que expone, intervenir en él como lo hace en el lienzo, creando el espacio en el que va a albergar su obra. No es muy distinto ese sentimiento que el de Gayubo cuando se niega a vender o a exponer; se trata de no dejar a sus creaturas salir de donde están y de hacer lo posible para que la obra esté integrada en sí misma, siendo cada cosa parte inseparable del todo.

Juan Márquez y Crescencio Torés, integrando en él a su mujer, Elisa, son dos (o tres) de los mejores amigos de Felipe, los que pudieron verle, alguna vez, pintar, los que tuvieron el privilegio de detenerse, junto a él, ante unos cuantos de sus cuadros. Hablé con ellos sobre Felipe, cuando éste ya no estaba. He escuchado con curiosidad y mucha atención a Mariángeles Gayubo, su hermana, cuya belleza, juvenil entonces, reflejó Felipe en un retrato prodigioso, en el que la mirada ilusionada de la joven traducía un proyecto de vida. También con Luciano, su hermano, que me mostraba entusiasmado, unas cuantas láminas de paraísos cromáticos en una mítica surrealista. Y sobre todo, he paseado sin prisa, con Mariví Puebla, compañera sentimental de Felipe y ella misma artista, hablando de él, de sus consuelos y de sus desconsuelos, de sus sueños y de sus propósitos. Esa Castilla que como buen andaluz admiro, está en esta mujer, pausada, sin pretensión alguna, austera, delicada, que habla del artista con esa admiración sana y sin roturas del que se siente respaldado por el conocimiento de lo que te cuenta: nunca consideraba haber terminado una obra –me decía– retocaba continuamente.

Felipe y yo tomábamos café con alguna frecuencia en el Cabsy’s, en la calle Ancha; aquel salón de té que nos pareció llegado de algún lugar mágico del cine inglés de los años treinta, con aquellos camareros irrepetibles y con Salvador, el dueño, saliendo y entrando una y otra vez, siempre con prisas y, no obstante, saludando cortésmente a todo el mundo.

Hornacina. Adoración. Hornacina. Adoración.

Hornacina. Adoración.

El estudio de pintor, en el número 20 de la calle del Buen Aire, que parecía ser la cuesta suave hacia un ocaso luminoso, era de una sencillez extrema. “Una mesa, una silla, un caballete, utensilios de medida, material de pintura y poco más. Él mismo construía los bastidores para montar los lienzos. Hubiera sido capaz de manejar cualquier técnica con la misma habilidad, pero se centró en el óleo sobre lienzo, el acrílico sobre madera y el lápiz sepia principalmente”, me diría Mariví en uno de nuestros paseos por Madrid. En esos cafés del Cabsy’s, unos pocos ratos solos y otros muchos con tertulianos añadidos, Felipe y yo hablábamos de cualquier cosa.

Yo le conocí pronto, poco después de su llegada a Algeciras, con veinte años. Era el segundo de cinco hermanos; la más joven y única mujer, Mariángeles, es ahora la interlocutora del legado del artista. Ella decidió en su día qué obras quedarían depositadas en el Museo y ella ha seleccionado con su cuñada, Mª Jesús Moreo, la esposa de Carlos, el tercero de los hermanos, las treinta y dos obras que se expondrán el martes.

Pegaso. Pegaso.

Pegaso.

En mis conversaciones con Felipe, una vez surgió la simetría como singularidad geométrica, tan presente en la naturaleza que se recurre a la práctica del concepto para localizar patologías en los organismos vivos. Enseguida le proporcioné una copia de un librito (La Simetría) del matemático alemán Hermann Weyl, alumno brillante del gran David Hilbert en la Universidad de Gotinga; asequible para un no especialista. Se lo fotocopié porque en español era inencontrable, además de breve. Muchos años después, Mariángeles me facilitó una anotación que había en unos de los pequeños cuadernos de Felipe, decía: “desde el momento en que conoces a alguien ya empiezas a necesitarlo” (24 nov. 1987). Bendito sea, pensé, aquel cuya nobleza de espíritu le hace capaz de necesitar a todo aquel que conoce. No podía remitirle a una de las obras maestras de la literatura científica de todos los tiempos, pero le hablé profusamente de ella y de la importancia y trascendencia de sus contenidos.

No pocos ensayistas consideran esa obra imprescindible para aproximarse a la belleza que nos ofrece lo que nos rodea; la citan como la más importante en prosa el siglo XX. De “Sobre el crecimiento y la forma”, publicado por primera vez en 1917 (On Growth and Form, 1.117 págs.), se han hecho ediciones abreviadas y tal vez sea la obra clave para conocer el progreso del pensamiento científico hacia la formalización matemática de los procesos naturales. Su autor fue un biomatemático escocés llamado D’Arcy Wentworth Thompson y es un amplio recorrido por la variedad de formas de la naturaleza y su proyección tanto en el mundo inanimado como entre los seres vivos. Encontraba yo entre este hombre, que vivió de 1860 a 1948, y Felipe Gayubo un notable paralelismo, pero me limité a hablar con éste de la importancia de dirigirse al conocimiento unificado, integrado en sus partes, considerado como un todo.

La cuerda. La cuerda.

La cuerda.

A lo largo de tres meses, y es una pena que no sea para siempre, en Algeciras, cualquier alma sensible tendrá la ocasión de contemplar la obra maravillosa, inclasificable en su variedad y sublime, de un genio que, como le ocurre a todos los genios, se fue convencido de sus muchas limitaciones en el intento de comprender y de abarcar la belleza que Dios nos ofrece cada día, en cada espacio y a cada instante.

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