En una ciudad cualquiera: el umbral del valor
Tribuna de opinión
El autor defiende que la valentía moral se manifiesta en la acción inmediata ante el peligro, pero que comprender la cobardía humana es también una exigencia ética
Dos amigos, Luis y Pedro, treintañeros, pasean por una calle de un barrio marginal de una gran ciudad una fría tarde de invierno cuando de pronto se produce un incendio en la quinta planta de un bloque de seis alturas. Las llamas y el humo anuncian la tragedia y una joven madre asoma por una ventana gritando que se encuentran aislados, sin ascensor, entre una terrible humareda y con un bebé de ocho meses en sus brazos.
De manera automática, Luis se introduce en el bloque para salvar a la pareja. Pedro contempla el gesto y analiza el riesgo para la vida de las personas que penetren en el bloque, así como la futilidad del intento. Pedro se siente cobarde y su indeseada actitud le frena para aportar algo al final feliz de la historia. Luis aparece con la joven madre y su bebé, relatando que han sido afortunados, y que el final podría haber sido terrorífico para los tres. Pedro se reconoce cobarde y no ha podido evitarlo. Luis ha hecho lo que debía. Su valentía le ha guiado. Pedro admira a Luis y su valentía, pero es un cobarde, aunque le gustaría haber sido valiente como Luis.
El incendio irrumpe como irrumpen las grandes pruebas morales: sin aviso, sin tiempo para teorizar. En segundos, la vida exige una respuesta. Luis actúa; Pedro piensa. Y en esa diferencia mínima —un paso adelante o quedarse quieto— se abre un abismo que no separa a buenos de malos, sino a naturalezas humanas distintas.
Éticamente, Luis encarna la virtud clásica del coraje: hacer lo correcto pese al miedo. No calcula su heroicidad ni su posible recompensa; simplemente responde. Pedro, en cambio, representa a la mayoría silenciosa: consciente del riesgo, lúcido ante la probabilidad de fracaso, paralizado por una razón que, siendo racional, resulta moralmente estéril. No desea el mal, pero tampoco logra vencer al miedo.
Socialmente, solemos celebrar a los Luis y avergonzar a los Pedro. Sin embargo, la sociedad se sostiene en ambos. Los héroes son excepcionales; los prudentes, abundantes. El peligro aparece cuando la prudencia se convierte en coartada permanente y el análisis en refugio del miedo.
Humanamente, Pedro no es despreciable. Se reconoce cobarde y ese reconocimiento ya es un acto de honestidad. La valentía no siempre consiste en entrar en el fuego; a veces comienza aceptando la propia fragilidad sin disfrazarla de excusa. Luis, por su parte, no juzga: sabe que el desenlace pudo haber sido fatal y que su gesto no lo convierte en superior, sino en afortunado.
Luis no busca ser héroe: obedece a una brújula interior que, cuando suena la alarma moral, no sabe quedarse quieta. Pedro no carece de valores; carece del impulso que los convierta en acción. Su conflicto es íntimo y duradero, más silencioso que el incendio.
No todos somos iguales, ni reaccionamos igual ante el peligro. La valentía no se exige, se revela. El miedo es humano; la acción valiente, excepcional. Admirar al valiente es justo, pero comprender al que no pudo actuar es necesario. Y quizá la mayor lección sea esta: la ética no se mide solo por lo que hacemos, sino también por cómo miramos —sin cinismo ni desprecio— a quienes, siendo humanos, no lograron cruzar el umbral.
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