Campo Chico

El Puente del Matadero

  • Mi gran e inolvidable amigo Bernardo Pérez, el zambombero de la Pastorada de la Peña Miguelín fue un matarife de oro

  • El puente forma parte hoy de la Avenida Gesto por la Paz, entre la plazoleta de la Estación y la curva en dirección a Cádiz

El Puente del Matadero a finales del siglo XIX.

El Puente del Matadero a finales del siglo XIX.

Esa zona de la Villa Vieja, los Rayos X y el Puente del Matadero, era algo así como una Algeciras alternativa. Debo advertir que desde hace unos meses y hasta que pueda informarme como es debido, empleo la expresión “Villa Vieja” acudiendo al decir popular, pues parece que no está claro que esa zona sea la vieja y la de la orilla izquierda del Río de la Miel, la nueva.

El gran Juan Ignacio de Vicente Lara, escudriñador de cota del renacer de Algeciras, me dijo en ocasión reciente y de pasada, que parece que lo de vieja y nueva es al revés de como lo estamos diciendo. La llamada vieja; es decir, la de la orilla sur del Río, fue la nueva. O sea la poblada más tarde. La verdad es que sería de lo más natural que así fuera, pues siendo la Plaza Alta, eso alta, lo natural es que llegando por mar se produzcan los asentamientos en lo inmediato, que es a su nivel. Pero, en fin, esto es cosa de los expertos, que ya nos irán poniendo al tanto de los hitos y circunstancias derivadas de sus investigaciones. El caso es que como quiera que me temo que los más jóvenes entre nuestros paisanos, ni siquiera identifiquen ese, sin embargo, importante puente, he pensado que bien nos vendría dar alguna noticia de su existencia.

Los mataderos han tenido siempre en España, quizá más en la España meridional, una gran importancia, no ya por la intrínseca, derivada de su función, sino por el papel que han desempeñado en la torería. Dar el finiquito a la vida de un toro bravo no se diferencia en nada de dárselo a cualquier otro de sus afines. Por otra parte, la familiarización con el ganado ha afinado y animado no pocas vocaciones toreras. De hecho, el matadero ha sido a veces un ruedo improvisado para algún maletilla cercano por familia o amistad, al personal de a bordo.

El Matadero en una postal de la Confrencia de 1906. El Matadero en una postal de la Confrencia de 1906.

El Matadero en una postal de la Confrencia de 1906.

Mi gran e inolvidable amigo Bernardo Pérez, el zambombero de elección de la legendaria Pastorada de la Peña Miguelín, que tengo tan presente en numerosas ocasiones, fue un matarife de oro al que me gustaba aludir emulando a Manolo Caracol. Si éste hizo grande al fandango, aquel hizo grande el oficio de matar reses con la puntilla. Por cierto que el padre de Caracol, Manolo Ortega “Caracol el del Bulto”, mozo de espadas, por algún tiempo, de su primo Joselito el Gallo, era también cantaor cuando se terciaba.

Caracol el del Bulto

Caracol el del Bulto era gaditano en toda la extensión de la palabra. Le llamaban “el del Bulto” porque en el lado izquierdo de su cuello le sobresalía una protuberancia de regular tamaño. La chispa y el ingenio de su tierra le acompañaban y, como sucede con esos pocos que se citan a modo de depositarios de las ocurrencias, Manuel tiene asociadas bastantes anécdotas. Una de ellas, directamente relacionada con Algeciras.

Caracol El Del Bulto, en el centro. Caracol El Del Bulto, en el centro.

Caracol El Del Bulto, en el centro.

Han de disculpar mi atrevimiento, pero debo acudir a la fonética andaluza y a alguna palabra malsonante para que no se pierda nada. Cuentan que después de una corrida en la Perseverancia, en la que Joselito toreó como los ángeles, la cuadrilla tomó apresuradamente el exprés que había de conducirlos hasta Madrid. Seguramente en la estación marítima por si había tiempo para tomar un café en La Marina. A la máquina de vapor que tiraba de los vagones le costó lo suyo remontar Despeñaperros y a Manuel le ponía nervioso pensar en que a las cinco de la tarde había que hacer el paseíllo en Las Ventas del Espíritu Santo. El tren entró en Atocha con bastante retraso y cuando él, ya en el andén, pasaba junto a la máquina, ésta soltó varios bufidos de vapor. Manuel dio un salto y volviéndose hacia el imponente artefacto le espetó: “Donde había que echar cohones era en Despeñaperros”.

Luis Caballero en su Historia del Flamenco (Sevilla, 1999) cuenta que a Caracol hijo le gustaba mucho fumar tabaco de liar de esos que por cuarterones se traían de Gibraltar de contrabando. Aunque no lo dice explícitamente, es muy posible que fueran aquellos envueltos en papel morado, de Jorge Russo, una marca muy solicitada en esos tiempos, que se encontraban en cualquiera de los quioscos de la comarca. Se lo compraban en La Línea o en Algeciras si no lo hacía él mismo, que era muy de pasear por estos pagos del Estrecho.

Manuel era singular en todo, y lo fue hasta para morirse, no se sabe muy bien cómo. Cuando actuaba, su padre le liaba unos cuantos cigarrillos para las pausas y lo que pudiera ser después. Una vez, dirigiéndose en el camerino a sus amigos, les dijo: “fumarse un cigarrillo, ya veréis qué tabaco”. Pero al padre, aquel día se le había olvidado el cuarterón y Manuel se puso como una fiera. El del Bulto se acerco a él y le dijo: “Mira Manolito, hijo, no te pongas así, porque en un momento salgo y digo que este tabaco es de contrabando y te detienen”.

La cocina vasca y mi primer abrigo

La zambomba de Bernardo, a mí me sonaba como el mejor instrumento de percusión de la más distinguida de las orquestas. Era un personaje extraordinario, como su inseparable compadre Manuel Fernandez “El Bollo”, director de la Pastorada. Los vestía Cardona, que siempre fue generoso con ellos. Buena gente también. Creo recordar que Cardona era menorquín y, eso sí, vino a Algeciras muy joven con Cabezón, un sastre madrileño de mucho postín. Cabezón se estableció a lo grande en la calle Ancha y hasta tenía relaciones públicas, Ricardo Serrano, un bilbaíno de casta.

Con Manuel El Bollo en la Peña. Con Manuel El Bollo en la Peña.

Con Manuel El Bollo en la Peña.

Un día apareció por Los Rosales y ante la sorpresa generalizada pidió un vermut con ginebra. Ignacio miró a Pepe, su empleado de toda la vida, y le hizo un gesto para que se lo sirviera. Debió de gustarle el ambiente, pues repitió un par de veces el pedido y volvió con el mismo propósito, al día siguiente. Al tercer día, Ignacio se le acercó y le dijo: mire usted, aquí se bebe vino de Jerez, eso del vermut con ginebra es para otras latitudes. A Ricardo con el que Ignacio acabó haciendo una gran amistad, le pareció aquello tan insólito, tan ocurrente, que abandonó el vermut con ginebra y, a partir de entonces, se dedicó al Tío Pepe y a La Ina. En mis primeros pasos en Madrid, de estudiante, estuve bajo su tutela y se abrió ante mí un mundo fascinante, el de las buenas tabernas madrileñas y, de vez en cuando, las salas de fiesta, donde Ricardo –entonces representante de una marca de café muy solicitada− se movía como si estuviera en su casa.

Cerca de la que fue mi primera pensión en Madrid, en el número 1 de la calle Fuentes, estaba el Círculo Linense, precedente de la Casa del Campo de Gibraltar, de la que habrá que encontrar el momento para escribir de ella. Ricardo se movía en Madrid en un ambiente muy vasco, de hecho yo acabé recalando en esa pensión porque en sus bajos estaba la cafetería Politena, uno de sus lugares preferidos. La calle Fuentes hace ángulo con Hileras, donde estaba el Círculo Linense, y ambas desembocan en Arenal, muy cerca de Ópera, del Teatro Real y de la Puerta del Sol.

Un poco más abajo de mi pensión había un magnífico restaurante, Zarauz, en el que empecé, en compañía de Ricardo y de Carmen, una mujer de exquisita elegancia y magnífica hechura, a conocer la espectacular cocina vasca. Un proceso de aprendizaje paralelo al de la Universidad y complementario del que me proporcionaban en las aulas. Rosita, la camarera por excelencia de Zarauz, era un bellezón de esos que se llevaban antes. En la calle Arenal, que va desde Sol a Ópera, estaba el establecimiento central de la gran sastrería Cabezón. Allí me hice mi primer abrigo, que me costó dos mil pesetas y me duró una década.

Don Nicolás y el Bar Constante

Los aledaños del Puente del Matadero, que es un viaducto para evitar la depresión del terreno; me actualizan dos referencias importantes. Uno de mis profesores más queridos del Instituto, Don Nicolás, vivía por allí, en una de las modestísimas casas que jalonaban los bajos del Puente, junto al Matadero. Era físico, pero explicaba matemáticas, y lo hacía muy bien. Tanto que despertó mi interés por la materia a cuyo estudio me consagre profesionalmente.

Lo que queda del Bar Constante. Lo que queda del Bar Constante.

Lo que queda del Bar Constante.

Debo advertir, no obstante, que no es frecuente que un físico explique matemáticas cuidando escrupulosamente su naturaleza abstracta, esencial. En segundo –yo tenía diez años− nos puso a Manuel Gaona –un compañero que era de lo mejorcito− y a mí a ejercitar funciones de ayudantes suyos. Fue una aventura intelectual inolvidable.

Don Nicolás caminaba lentamente, con un andar extremadamente pausado, desde su casa, una o dos veces al día, hasta el Instituto subiendo por el Secano. Tenía una cabellera gris, abundante y densa, en la que gustaba trasportar un lápiz que se nos antojaba formando parte de él mismo y le acompañaba por los pasillos. Fue un maestro maravilloso al que recuerdo con muchísimo respeto y cariño. Tenía un montón de hijos y cuando empezaron a tener edad universitaria se trasladó al Instituto Montserrat de Barcelona y ya no volvimos a verle.

El Puente forma parte hoy de una llamada Avenida Gesto por la Paz, entre la plazoleta de la Estación de Ferrocarril y la de Autobuses, y la curva en dirección a Cádiz. Inmediatamente antes de la curva, a la derecha, estaba un viejo bar, una espléndida pieza de nuestra antropogeografia urbana. En el Bar Constante, conducido entonces por los hermanos Emilio y Pepe, había un ejemplar perfectamente conservado y enmarcado, del gran y famosísimo cartel de la Feria de Algeciras de 1914, pintado por José Román.

El Bar se abrió el 12 de junio de 1934 y el local costó 250pts al abuelo, Constantino Calderón Reverdito, que dejaba otro bar regentado con el mismo nombre en la calle Segismundo Moret, en la orilla note del Río que, mire usted por dónde se llamó un día, Vista Hermosa. Don Segismundo era gaditano y presidía el Gobierno que decidió escoger a Algeciras para sede de la Conferencia Internacional sobre Marruecos de 1906. Escribí un artículo titulado “Bar y Cartel para la historia” en la revista de Feria 2000, editada por Publicidad Montes, en la que daba cuenta de la realidad de este establecimiento en el que se mantenían tapas tradicionales casi desaparecidas: cabrillas con tomate, lengua en salsa, tortilla campera, morena en adobo, sangre con tomate y una moruna sin posible competencia.

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