Campo Chico

Un historiador para un pueblo

  • Juan Ignacio de Vicente Lara, aquel jovenzuelo encontraría la oportunidad para convertirse en el gran intelectual que luego sería

Al fondo a la derecha, la calle de la Cruz Blanca.

Al fondo a la derecha, la calle de la Cruz Blanca.

No pretendo ser tercero en la idea de asignar el personaje a la escena, como si quisiera contribuir a que Luigi Pirandello bajara sus exigencias de seis aspirantes a ocupar un sitio en la imaginación del autor. Me fascinó en su día el descubrimiento del mejor Buero Vallejo, cuando en 1956 dio a conocer su Un soñador para un pueblo.

El protagonista de la obra es Leopoldo de Gregorio, Marqués de Esquilache. El gran rey Carlos III de España, era el Carlo VII del Reino de Nápoles cuando conoció la seriedad y competencia de Esquilache, su administrador de aduanas en 1748. Años más tarde, en el verano de 1759, al ocupar el trono de España, el rey se trajo consigo a Madrid, a un grupo de colaboradores de probada competencia.

Esquilache era la cabeza visible de ese equipo, de modo que fue inmediatamente nombrado Secretario de Estado de Hacienda. Pero su buen hacer chocó con los intereses mezquinos de los poderosos, que fueron sembrando en el populacho toda clase de rencores contra “el extranjero”. El Motín de Esquilache adquirió nombre propio en la historiografía española. Su línea argumental, tan ajustada a la realidad de nuestras sociedades, se quedó en la trastienda de mi baúl de los recuerdos.

Decía no querer ser tercero por recordar, primero al soñador de Buero, y después al Un pensador para un pueblo de Adolfo Muñoz Alonso, a quien conocí en el mundo universitario que he habitado tantos años. En este caso no se trata, como en el de Buero, de una obra de teatro sino de un magistral ensayo sobre el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española. Muñoz Alonso era catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Madrid (hoy Complutense) en mis años de estudiante y sería rector cuando yo obtenía el título de Doctor en Matemáticas. Su hermano Mariano dirigía la Editorial Fragua en la que yo publicaría mis Elementos de Biomatemática en los años setenta.

Pero lo más importante para mí fue que Mariano dirigía también una librería propiedad de los agustinos, junto a la iglesia de Santa Rita, en la calle Gaztambide del madrileño barrio de Argüelles. La librería tenía en sus sótanos el depósito de los libros que en Madrid retiraba la censura, y yo tenía acceso libre a esos fondos. Ruedo Ibérico, una editorial radicada en Paris que desempeñó un papel paralelo a Radio España Independiente, clandestina en España, tenía allí la mayoría de sus títulos, y junto a ella, Fondo de Cultura Económica, Eudeba y otras editoriales más o menos toleradas. En la librería podía uno recibir y leer La Estafeta Literaria o Ínsula, dos revistas de gran calidad nacidas en la posguerra, que circulaban profusamente en los medios intelectuales del Madrid de los años sesenta.

Estos antecedentes me han preparado para escribir hoy sobre una de las personas más relevantes de la ciudad de Algeciras, en lo que se refiere al conocimiento de su historia y su repoblamiento en los albores del siglo XVIII. Soñador, pensador, tenía que buscar otro calificativo para significar algo parecido, para referirme al rigor, la fiabilidad científica y la trascendencia del personaje, inspirándome en la maestría de dos intelectuales muy alejados en lo ideológico y comparables en la calidad y el magisterio de sus obras.

La calle Convento, a pocos metros nació Juan Ignacio de Vicente Lara. La calle Convento, a pocos metros nació Juan Ignacio de Vicente Lara.

La calle Convento, a pocos metros nació Juan Ignacio de Vicente Lara.

Los lectores sabrán disculpar lo largo que ha sido el preámbulo, pero se trataba de fundamentar sólidamente el propósito de resaltar la figura de Juan Ignacio de Vicente Lara; soñador, pensador, elegí historiador. Si Buero y Muñoz Alonso no hubieran consagrado esos términos, cualquiera de ellos me habría servido.

Voy, por el momento, a abordar algunos aspectos de su biografía, aquellos que pueden tener una incidencia significativa en su personalidad científica. La fantasía de una imaginación tan rica como la de Juan Ignacio, le condujo hacia la etnografía y, más abiertamente, hacia la antropología social. El estudio del hombre como sujeto de socialización, de sus hábitos, de su comportamiento y de su cultura, conduce en la inmensa unidad del conocimiento, a la arqueología y a la historia antigua. Es fácil que desde esas motivaciones intelectuales, las circunstancias te vayan especializando en lo próximo. Juan Ignacio es hoy una primera autoridad en la historia social del repoblamiento de Algeciras, en los primeros años del siglo XVIII. Los investigadores que han trabajado en ello y todos los que de un modo u otro divulgamos sus esfuerzos, debemos a este gran paisano nuestro, la mayor parte de las cosas que sabemos y sobre las que hablamos o escribimos.

Juan Ignacio nació el 16 de septiembre de 1951, en una casa situada en la cuenca de mayor entidad arqueológica de Algeciras. En una calle que se llamó como a él le gusta llamarle, la calle de la Cruz Blanca. Pero para entonces había cambiado a Alférez Villalta Medina; dícese que el nombre de un algecireño muerto en la guerra de Marruecos, probablemente en la ocupación de Tuguntz.

Desde su casa natal, en el número 19, se divisaba, subiéndose a la azotea, un patio del 17, por el que se decía vagaba en las noches oscuras un moro montado en un caballo blanco. Ante el temor de que apareciera el caballo, los vecinos evitaban trasnochar. La presencia en aquel patio de un túnel que llevaba hasta el barranquillo del campo chico (que le da nombre a este espacio), en la costa, sugiere que los contrabandistas habían inventado la leyenda para hacer más cómodo el trapicheo.

Cuartel de Infantería,a la derecha la calle de la Cruz Blanca. Cuartel de Infantería,a la derecha la calle de la Cruz Blanca.

Cuartel de Infantería,a la derecha la calle de la Cruz Blanca.

Pero Juan Ignacio estaba convencido de que aparecería el caballo y una y otra vez andaba subiendo a la azotea a ver si lo veía. No lo consiguió, pero la leyenda despertó su afición por el misterio y el comportamiento humano. En Algeciras siempre hemos tenido leyendas populares en las que la gente creía sin reservas y, desde luego, una buena parte de ellas tenía que ver con el chalaneo y la habilidad del personal para inventar historias con los más variados propósitos. Cuando Juan Ignacio terminó el bachillerato elemental, su padre, Carlos Moisés, un hombre de su tiempo, muy conocido y de una elegancia poco común, se valió de su trabajo en la Cofradía de Pescadores para colocar a su hijo en el Sindicato de la Pesca.

En los años sesenta, la reválida de cuarto señalaba el final del llamado bachillerato elemental. Como he escrito en numerosas ocasiones, la mayoría de los muchachos terminaban ahí, alrededor de los catorce años de edad, sus estudios. Los más se integraban en el mercado laboral, otros accedían a carreras como magisterio o náutica, si no habían optado por el peritaje mercantil. Los de cierto nivel económico optaban por las escuelas de peritos, de las que siempre había alguna en las capitales de provincia. Las carreras universitarias superiores estaban reservadas a economías más saneadas, aunque un amplio sistema de becas se añadía al complejo de las universidades laborales, para permitir que los más dotados tuvieran las mismas posibilidades de los que pertenecían a familias pudientes. Juan Ignacio, aquel jovenzuelo que se puso al tajo, como tantos de su generación, con quince o dieciséis años, encontraría la oportunidad de convertirse en el gran intelectual que luego sería. Es una bonita historia que hemos de dejar aquí para retomarla a la primera ocasión.

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