Campo chico

Doña Cari y don Juan Rondón

  • Isabelita anduvo documentándose sobre lo disponible en la ciudad y decidió confiar mi futuro a Don Juan Rondón

Vista aérea de Algeciras en 1929.

Vista aérea de Algeciras en 1929. / E.S.

He hablado de Doña Cari unas cuantas veces, y de Meme Rondón también; pero viene a cuento hacerlo de nuevo. No me cansaré de aludir a ambas y me siento y me sentiré muy satisfecho de tener la oportunidad de referirme a esas dos queridísimas mujeres, que tanta importancia han tenido en la vida del niño que fui y que un poco todavía soy, y en la de muchos de mis condiscípulos y paisanos. Es obvio que la enseñanza me ha envuelto siempre, como discente y como docente, como profesional y como persona. Todo mi tiempo y todo el tiempo, salvo algún pequeño porcentaje para completarme, han estado impregnados de ese quehacer. Pues verán, de tantísimo kilómetros hechos en los pasillos de centros de enseñanza de todo tipo y de tantísimas estancias, y de tantísimos kilómetros cuadrados y cúbicos en los que he estado posado o albergado; esos pocos metros, lineales, cuadrados o cúbicos en un piso de la calle Real y esos otros pocos en otro piso de la calle Larga, y esos más en el viejo Instituto del cerro del Calvario, casi no dejan sitio en mis entresijos amorosos para todos los demás. Esos pocos y esos otros pocos, y esos más están idealizados; son perfectos.

Doña Cari se llamaba Caridad Russo y era de Gibraltar. Vivía en la calle Real, mi calle, más arriba y en la otra acera del número 10, donde nací. Sería, pienso yo, el número 7, a continuación de la tienda de ultramarinos y coloniales, conocida por la del Tío del Bigote. La casa tenía un gran patio y arriba vivían los Orozco –mis amigos José Luis y Juan Carlos, nietos del buen señor que fue el sacristán de La Palma– y las hermanas Russo. Una de ellas era Doña Cari y de la otra nunca supimos su nombre de pila, para todos era Miss Russo. Doña Cari era viuda y su hermana soltera. Aquella era una mujer mayor, de un aspecto que inspiraba una autoridad inmensa, un camafeo con cinta de terciopelo negro y una pequeña figura en relieve sobre fondo blanco rodeaba su noble cuello, dándole aún más majestuosidad. Era la maestra de mi calle. En una sala grande, alargada, con dos balcones a la parte alta de la cuesta, nos sentábamos alrededor de una mesa que Doña Cari presidía. Ahí aprendíamos a leer y haciendo caligrafía, a escribir con “letra inglesa”; todos los que empezamos en esa tabla a dibujar nuestros primeros signos adquirimos una letra, la de Doña Cari, cuyo aspecto reconocimos mucho más tarde en las cartas que salían en el cine.

Miss Russo era una sorpresa constante. Tenía un despeinado entrañable y vestía como seguramente lo hacían los precursores de los hippies. Nos parecía muy inglesa, recién venida de lejos. Eso sí, simpática y acogedora, maternal y de muy agradable proximidad. Cuando entraba esporádicamente a la clase a decir algo a su hermana, se nos antojaba entrar en fase de descanso intelectual y de acercamiento a la realidad. De vez en cuando aparecía un joven que asociábamos por su aspecto a Miss Russo. Pero era hijo de Doña Cari, se llamaba Simón Sanguinetti Russo y ya de mayores supimos que trabajaba en las oficinas de los barquitos de Gibraltar, de la familia De Las Rivas, y que era un fiebre del Algeciras C.F. Estoy seguro de que todos los alumnos de Doña Cari la adorábamos. Al final de la clase nos disponía ante un gran cuadro de la Inmaculada de Murillo, de tal modo que nos sentíamos integrados entre los angelitos que rodeaban la figura de la Virgen, casi ingrávidos. Y enseguida empezábamos el “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea…” hasta el “no nos dejes Madre mía”, que nos permitía suponer que allá fuera nos esperaba una feliz estancia. Me sentía tan bien con Doña Cari, me hacía tanta ilusión lo que leía, ya de un poco más mayor, en la Enciclopedia de Dalmau Carles, que me iba de su lado deseando volver cuanto antes.

Era una tienda en la que los pocos zapatos que se veían en las escuálidas vitrinas, parecían de adorno

Isabelita Luque era en casa una continuación de Doña Cari. Quería que lo aprendiera todo, hasta me puso por las tardes, una profesora de taquigrafía. No se me dio mal, pero nunca supe qué hacer con la taquigrafía. Tal vez a Isabelita le pasaba lo que a mí: jamás me pregunté para qué servía cualquiera que fuera lo que estaba en trance de saber. Llegó un día que Doña Cari le dijo a Isabelita que ya no me podía enseñar más; que aunque era muy pequeño, ella creía que debía prepararme para hacer ingreso y primero en el Instituto. Isabelita anduvo documentándose sobre lo disponible en la ciudad y decidió confiar mi futuro a Don Juan Rondón, un maestro de una personalidad de esas que no pasan desapercibidas. Los maestros, siempre fueron figuras venerables y admiradas en la comarca. Pero, en aquel tiempo, constituían un estrato social de una extraordinaria importancia. La enseñanza por debajo de los diez años no estaba institucionalizada. Ni siquiera cuatro décadas después, la LOGSE –la ley socialista por excelencia– establecía la educación infantil con carácter obligatorio. En realidad, hasta los diez años las familias tenían que arreglárselas como podían y a su buen saber y entender, lo que con el analfabetismo imperante (de alrededor del 17% en 1950, en España), suponía la práctica inexistencia de sensibilidad ante el, no obstante, grave problema. Estudiar el Bachillerato (10-17 años) era un deseo poco común; a lo sumo se aspiraba a hacer el Elemental (10-14 años), a estudiar Comercio, peritaje se decía, o a colocarse en la empresa familiar, si existía, o de aprendiz en algún taller o industria de lo poco disponible.

Isabelita Luque estaba convencida de que yo servía para estudiar y Doña Cari la había animado en la creencia, así que un buen día, al final del primer verano de los cincuenta, me llevó a una zapatería de la calle Larga, un poco por debajo de la Farmacia Guerra y antes de llegar a la tienda de muebles de Julio Pérez, y preguntó por Don Juan Rondón. Nos recibió una mujer menuda, morena y agradable, que nos invitó a pasar por detrás de mostrador a una pequeña sala en donde nos recibiría el maestro. Era una tienda en la que los pocos zapatos que se veían en las escuálidas vitrinas, parecían de adorno. Apareció Don Juan y yo me levanté enseguida, expectante. Estaba a punto de empezar una nueva etapa de mi vida y me hacía muchísima ilusión acceder a ella.

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