Campo Chico

De la calle Munición a Los Rosales

  • En Los Rosales sabían qué vino debían servir a los clientes que, en la misma reunión, copeaban con marcas distintas

  • Cuando estaba en la Plaza Alta el cuartel de la policía armada, este cuerpo tenía el control de tráfico en carreteras

La mantequería Méndez, a la izquierda de la iglesia.

La mantequería Méndez, a la izquierda de la iglesia.

En aquel hermoso y variado plantel de burdeles y minicafés cantantes que fue la Calle Munición, no sólo había sitio para el descoco y el pecado, sino también para el trabajo de buen ver. No conviene pues condenar esos lugares al ostracismo. No sólo por consideración a los confiteros, carpinteros y otras especies ciudadanas que se ganaban honradamente el pan en ese territorio, sino porque también las prostitutas merecen respeto y además nos precederán en el reino de los cielos. Lo dice el Evangelio de Mateo recogiendo las palabras de Jesús. Y sirvió de título al prolífico e inolvidable padre José Luis Martín Descalzo (1930-1991); notable periodista, por cierto. Su obra Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos (Preyson, 1983), tuvo en su tiempo una buena acogida.

Pues bien, prostitutas, chulos, homosexuales de ambos sexos, estraperlistas del tres al cuarto, artistas y gente ordinaria, todos honestos según su estado, no llegaban juntos ni a la mitad del volumen físico y psíquico del cuartel de Escopeteros, una mole constituida en santo y seña del territorio, a cuya descomunal fachada se accedía enseguida desde la Plaza Alta. En el acceso, en la esquina de la derecha de la cuesta hoy llamada Pablo Mayayo, había un sanatorio que destacaba por su ostentosidad y su coloración rojiza. Era lo primero que pintaba Helmut Siesser, en su eternamente repetida postal de la Plaza Alta sobre fondo azul, el de un mar que entonces estaba abierto al público. A poco de rebasar el portal del cuartel, una medio callecilla rotulada con el nombre Trafalgar, terminaba en una caseta de la Guardia Civil desde donde se asomaba a la Bahía.

Personajes y anécdotas se solapan para rellenar una historia que tiene todos los ingredientes de un tiempo que trataba de recuperarse de la tragedia de los años treinta, embarcándose en el delirio. Hubo sitio para el flamenco. El cante, el toque y el baile de consumo quitaron mucha hambre, tanto como el estraperlo. Un cantaor de Casares, el Niño de la Rosa Fina, paisano de Ignacio, se acercaba de vez en cuando a Los Rosales, en donde recalaba la crema de la pequeña burguesía y de los muchos militares y funcionarios que mantenían en pie a la hostelería y al comercio. Abundaban los corredores de todo lo que se prestara a la compra-venta y los representantes de lo que estuviera bien dispuesto a ser representado.

En Los Rosales, los vinos de Jerez reinaban y había pocas concesiones a lo que no tuviera que ver con esas derramas del sol de Andalucía, puestas en botella. Los representantes de las grandes casas jerezanas, para cuyo nombramiento, Ignacio era siempre consultado, contribuían en grado sumo al consumo de los zumos fermentados que hicieron de Jerez-Xérès-Sherry una referencia universal. Los Rosales se había convertido, a mediados de los años cuarenta, en un promotor del Jerez. Los catavinos eran tratados como piezas de joyería, lavados, secados y abrillantados a mano.

Muy poca cancha se daba en Los Rosales a los vinos tintos, apenas nada. Algún rioja, casi siempre de la Compañía Vinícola del Norte de España, del Barrio de la Estación, en la emblemática ciudad riojana de Haro, de donde tantos buenos vinos nos llegan. Decíamos Cune, con u, porque no había una mejor forma de pronunciar la uve de CVNE. Daba la impresión en aquel bar, que el rioja se tenía porque era lo que bebía don Luis Ramos (hay veces que el don es inevitable, está algo así como integrado en el nombre del personaje). Los Ramos, a los que me he referido y seguiré haciéndolo muchas veces, eran una familia de esas que se integran en el paisaje y forman parte ineludible de sus esencias. Don Luis, tal vez fuera el más significativo. Vivían en el edifico señorial que ocupa la esquina oeste de la calle Ancha con el Calvario (hoy Blas Infante).

Cuando estaba el cine Almanzor, al otro lado, entre los dos constituían una especie de salida hacia el este, con la que se iniciaba la cuesta que, dejando a la derecha al Casino Cinema, se dirigía hacia la Perseverancia. Hay sobre él una bonita forma de arcilla en donde se dice que en esa casa nació José Román. No está claro, no obstante, que tal afirmación sea cierta. Nuestro fantástico y singular paisano, de infinita versatilidad artística, parece que nació en la otra punta de esa avenida, pero cerca de la calle Convento y no en esa casa que en su rico ingenio adoptaría para hacer creer que fue donde nació. El alcalde Ángel Silva me habló con profusión de este simpático (Silva dixit) y extraordinario personaje, encarnación del algecirismo.

En la esquina de la calle Sevilla empezaba una hilera de casas blancas de puerta a calle, en una de las que vivía don Práxedes, al que ya me he referido en alguna ocasión. Un hombre de gran presencia que vestía con chaqueta, corbata y chaleco en cualquier época del año. Su crecida y densa barba blanca añadía solemnidad a su estampa, que se ilustraba sonoramente con una voz densa y gruesa que inspiraba un respeto imponente. Su hija, Genoveva, era muy amiga de Isabelita Luque, que por entonces era cajera de La Africana y sería después la mujer de Ignacio el de Los Rosales. La hilera terminaba en la tenería de los Valdés, otra de las familias más importantes de la Algeciras de la posguerra.

Victoria Valdés era habitual de la casa de Ignacio e Isabelita, en la calle Real. Una mujer entrañable, de muchísimo encanto, que vivía con sus hermanas en el otro edifico de los Valdés, en la calle Ancha, esquina a la calle Rocha. En uno de cuyos locales estuvo el primer emplazamiento de la Peña Miguelín, inmediatamente después de su creación en la sede de La Oropéndola. En ese lugar, antes, estuvo el famoso Teatro Principal, adonde pudo oírse el violín de Regino Martínez, que vivía enfrente, en la calle que hoy lleva su nombre a pesar de ser la calle Ancha. Precisamente junto a la casa en la que no nació José Luis Cano. El poeta y erudito algecireño nació en una vivienda, de entrada por la calle Convento, situada en la primera planta de donde hoy está el Mercedes, enfrente del bar La Plata.

Don Luis Ramos –como ya he contado– llegaba a la puerta de Los Rosales desde su agencia de aduanas, en los aledaños de La Marina, y dirigiéndose a Ignacio –siempre en su taburete tras el recodo cerrado del mostrador– decía algo parecido a esto: Goan camerón de plis mistery tan de goan, goan, goan. A lo que Ignacio respondía diciendo a Pepe el negrito: un riojita pa don Luis. Era el riojita cune para aquel hombre al que Ignacio guardaba un respeto reverencial y para el que reservaba el único vino tinto que podía consumirse en Los Rosales. Un hermano mayor de don Luis, Federico, era un solterón al que Ignacio llamaba la vieja. Le acompañaba –los dos eran reumáticos– en sus estancias en el balneario de Alhama de Granada. Cada primavera se dirigían en taxi a Alhama, llevando de equipaje además de los útiles personales, un par de cajas de medias botellas de San Patricio y un buen jamón de Jabugo; el manjar que se cría en un pueblecito de Huelva próximo a la raya de Portugal, que tiene más jamones que habitantes. Los empleados del balneario esperaban a estos dos amigos que iban desde Algeciras a tomar las aguas, formados como si les fueran a pasar revista.

El tercero de los Ramos de esa generación, Francisco, era todo un personaje. Sólo se vistió una vez de torero y de tal guisa tenía una gran foto en Los Rosales, envuelto en un precisos capote de paseo. Todo un misterio para los clientes no puestos en los detalles, que no lograban identificar a aquel diestro, elegante y garboso, al que muy pocos habían conocido acicalado con esa indumentaria. Paquito, su hijo, que trabajó siempre en el Banco Español de Crédito de la Plaza Alta, precisamente en el local que quieren ahora habilitar para el maltrecho Casino, fue quien cuando se cerró Los Rosales, recibió la célebre foto enmarcada, de manos de los hijos de Ignacio. Antes, en ese mismo local, el de Banesto, estuvo la mantequería de la familia Méndez, que exhibía un queso de Gruyère –suizo, para algunos el mejor del mundo– de más de medio metro de diámetro, en su escaparate.

Ramón Méndez era funcionario municipal y representó durante muchos años a la casa Domecq. En su casa, en un patio grande, con una espléndida conífera, enfrentado a la embocadura de General Castaños en la calle José Antonio, hubo durante bastante tiempo un precioso mosaico de cerámica trianera con publicidad de Domecq, como lo había también en Los Rosales y, de gran tamaño, en La Perseverancia aludiendo a un maletilla que saltaba una valla huyendo de un toro bravo.

Junto a la mantequería Méndez, después Banco y seguramente, en poco tiempo, Casino de cuento de los siete enanitos, estuvo la farmacia de Medina que heredó su sobrino Francisco. En ella se colocó de mancebo uno de esos personajes que forman parte de nuestra historia íntima. Me refiero a Fofi, Adolfo Medina Perales, un hombre ingenioso, próximo y ocurrente al que echamos de menos todos los que tuvimos la suerte de conocerle y de estimarle. Después, a la muerte de Francisco, se convirtió en la Farmacia Rivas, una de las más populares de Algeciras. Como lo fue la del gran José Rivera Aguirre, una de esas personas con las que Dios hace regalos a los pueblos.

Las farmacias Rivas y Rivera, ambas en la Plaza Alta, la una frente a la otra, eran por su situación muy concurridas, pero también por el excelente servicio que prestaban. Fofi se lo sabía todo; los mancebos de las farmacias eran generalmente muy eficientes y Fofi, además, una de esas personas que enseguida pasan a formar parte de la gente con la que te quieres encontrar. La Plaza Alta era su hábitat y el Mercedes su cantina. Cuando estaba en la Plaza Alta el cuartel de la policía armada, bajo la autoridad del capitán Cuesta, este cuerpo tenía la responsabilidad del control de tráfico en carreteras. La Cigüeña, un bar situado junto a ese cuartel, era otro de los lugares frecuentados por Fofi.

Ramón Méndez era todo un señor. Como todos los representantes de esa época, de las grandes marcas jerezanas, alternaba regularmente dando ejemplo del buen gusto que suponía la elección del fino de su marca. En este caso era el fino La Ina, un clásico entre los clásicos, como dice la publicidad. El representante de la Casa González Byass era entonces Afelio Custodio, que contaba con la colaboración de su amigo Juan Sánchez Molina. El Tío Pepe, La Ina, San Patricio y Mantecoso eran entonces los más vendidos. En los bares de postín estaban todos esos y algunos más, la manzanilla entonces apenas si tenía demanda.

Los Rosales era el establecimiento por excelencia para copear al término de la mañana, los empleados sabían qué vino debían servir a los clientes que, en algunos casos, en la misma reunión copeaban con marcas distintas. Eran escenas irrepetibles, de una calidad y un buen gusto sin precedentes ni, mucho menos, consecuentes. Los catavinos de Los Rosales se citaban como ejemplo de calidad y de buen servicio. Afelio disfrutaba de un nombre que contribuía a su individualidad y distinguía su rica personalidad en cualquier parte. Jamás he visto a ningún otro que se llamara así, es el nombre con el que se conoce en astronomía al punto que en una órbita planetaria, es el más alejado del sol. Lo contrario es perihelio, el más cercano. No sé si con Afelio ocurrió lo que con otros nombres que han aparecido como consecuencia de un error en la inscripción en el Registro. Ofelio, muy parecido, sí es un nombre propio. Conozco un caso de esos, el de un ilustre médico cuyo nombre, Eldiberto nació con él como consecuencia de una mala transcripción de Edilberto.

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