Historias de Algeciras

Nadie en el Tercio sabía (I)

  • Educado y señorial, el legionario Antonio Blanes ponía a disposición de sus compañeros de cuartel sus dotes amanuenses mientras recordaba su paso por el célebre Hotel Reina Cristina

El legionario Blanes había estado hospedado en el Hotel Cristina diez años atrás.

El legionario Blanes había estado hospedado en el Hotel Cristina diez años atrás.

Y así era, nadie sabía en aquel Tercio quién era aquel legionario que con gestos y ademanes demostraba una esmerada educación; además de un comportamiento señorial impropio del que habitualmente reinaba en aquel ambiente cuartelero. Su formación y manejo de la escritura, le salvaba de hacer las guardias en aquellas alejadas garitas donde era habitual durante los cambios de guardia nocturnos, encontrarse algún pobre soldado desangrado, víctima de alguna cobarde gumía (daga encorvada) surgida en la noche, y al amparo de la oscuridad. No pocos suboficiales chusqueros “que no sabían hacer la O ni con un canuto” y que habían ganado los galones sabiendo mirar al otro lado cuando el oficial encargado del abastecimiento de la tropa así se lo exigiera, le requerían para que les hiciera los trabajos de oficina, tales como: confeccionar los servicios, partes de novedades o los estadillos de altas y bajas, entre otros; reservándose aquellos la distribución de la paga soldadesca, y como es obvio a la naturaleza de su calaña aplicando pícaros criterios.

Antonio, que así se llamaba aquel soldado; aunque gustara de usar el silencio en cuanto a su identidad se refería, quizá fuera “bautizado” en el banderín de enganche, siguiendo la simpleza de la etiqueta cuartelera, con el sobrenombre de el Señorito. Tras los habituales apodos como el Andaluz, Napoleón, el Torero o el Tuerto; sobrenombres que respondían a obvias razones; cubriendo a su poseedor de un pasado oscuro que amparado por ley consuetudinaria, por todos conocida y respetada, venía a concretarse en un escueto: Tu historia a nadie le importa. Frase jamás escrita, pero de la que todos se servían una vez traspasada la entrada del cuartel.

Otras de las funciones de Antonio sería -dado su buen hacer con la pluma- en servir a sus compañeros como eventual amanuense, ya fuera para leerles las cartas que recibían, o para escribirles las que estos a sus casas enviaban. Nadie como Antonio conocería las intimidades de cada uno de sus compañeros: el que iba a ser padre, el que la novia lo había dejado; el que recibía amenazas de devolver lo que no debió llevarse; o el que amenazaba para que le devolvieran lo que le habían robado. La noticia de un nacimiento, siempre eran fáciles de dar; en cambio, el fallecimiento de una madre u otro familiar, a pesar de lo “bragao” en la vida de quién la anunciaba o de quién la recibía, costaba.

Pero así era la vida de aquel legionario que en un banderín de enganche granadino encontró, como tantos otros de sus compañeros, una salida o un refugio a su situación personal. Con alguna que otra sonrisa, y mientras encendía uno de aquellos cigarrillos regalo de algún compañero -mas por su silencio que por ejercer de “secretario personal”-, seguramente recordaría la cara de aquel sargento que le vio llegar aquella mañana en la que decidió incorporarse al Tercio. Aquel suboficial con el colmillo retorcido, acostumbrado a escuchar de todo y ver de todo, se quedó impávido cuando le dijo su aristocrático apellido. De buena gana el viejo soldado le hubiera respondido que por allí, por aquella su mesa habían pasado, entre otros muchos: Atila, Miguel de Cervantes o Luis Candela; este último alistado eligió un “mote” que obviaba cualquier incomoda pregunta. Pero quién realmente le había dejado perplejo, fue el que se auto echó las aguas como: Juan Belmonte. Dada la veneración del bigotudo sargento hacia “el pasmo de Triana”. De modo excepcional, le hizo levantar la cabeza de su escritorio para ver quién había osado usar ese nombre ¡Belmonte!, ante quién era su más furibundo seguidor. Justificándolo su interlocutor -no sin dejar de percibir el fuego en la mirada del legionario “belmontista”-, de que se trataba de un primo lejano de aquel que tomara la alternativa en 1913; precisamente, siete años antes de que se creara el Tercio. Y ciertamente por primo lo tomó.

En 1920, España afrontaba la Guerra de Marruecos desde otra perspectiva. La experiencia de cargar el grueso del conflicto sobre imberbes soldados de reemplazo había significado una autentica sangría. La sociedad española era un polvorín; siendo la respuesta por parte del Estado, la creación precisamente en aquel año, de un cuerpo especializado y conformado por individuos experimentados, siguiendo el modelo de la Legión Extranjera.

La Guerra de Marruecos recayó sobre imberbes soldados, lo que supuso una auténtica sangría

En julio de 1921, el contingente de Granada, ciudad estrechamente vinculada con Antonio y su familia, se encontraba esperando el momento de embarque en la ciudad de Algeciras con destino al norte de África, junto al Batallón de Extremadura; también llamado de Borbón y acuartelado en Sevilla. Antonio Blanes, no era la primera vez que pisara nuestra ciudad. De seguro, dejaría andar su memoria y recordaría su paso por el famoso, prestigioso y reconocidísimo Hotel Reina Cristina. Quizá allí, en aquel aristocrático hotel, cuyas habitaciones y salones conocía sobradamente aquel legionario -que en aquellos momentos en el puerto algecireño, era un soldado más entre aquel inmenso contingente-, que entre tanta gente solo se sentía acompañado por su cigarro y su soledad. A su alrededor los soldados leían por enésima vez la carta de la novia; otros la de sus padres y hermanos; mientras los menos, trataban de eludir la vigilancia de sus superiores para cumplimentar el acuerdo verbal con alguna de aquellas mujeres que de la presencia de los quintos habían hecho su modo de vida.

El legionario Blanes, quizá, en el hotel de los ingleses -como nombraban los algecireños al afamado establecimiento-, habría vivido una de las etapas mas felices de su existencia; jornadas aquellas, que a su vez, bien pudieron significar el principio de su final. Antonio Blanes, aquel legionario que esperaba zarpar hacía el Rif, hacia la guerra, jamás se había mentido, y él sabía que no era un santo; aunque puesto a elegir en el santoral, quizá se identificara, por su humana debilidad, con el recuesta-viudas y deshacedor de doncellas de San Agustín, que no con el melifluo gabacho de San Bernardo, patrón de Algeciras.

Embarque de soldados en el muelle algecireño. Embarque de soldados en el muelle algecireño.

Embarque de soldados en el muelle algecireño.

Mientras tanto, llegaron bocadillos en serones cargados por rehala de burros, y que fueron repartidos entre la soldada que se desesperaba en la espera. Pues como en boca de su hidalgo puso el célebre Manco de Lepanto: Las incomodidades son anexas al oficio de las armas. Aquellos panes que calmarían el hambre de aquellos hombres, bien estarían recién salidos de los hornos algecireños, que en tales circunstancias funcionarían como uno solo. Destacando, entre otros, el de Felipe Cabello, sito en el número 10 de la calle Río; el de Enrique Raudo Mira, ubicado en el número 4 de la Plaza de la Palma; o tal vez, el de la tahona de Josefa Delgado León, domiciliado en la calle Reina, número 5. De seguro aquellos bocadillos algecireños, por muy bueno que estuvieran -bien podía haber pensado el legionario Blanes-, en modo alguno podían compararse a la cocina del Hotel Cristina, que él, en otra vida anterior, tantas veces había degustado; siendo la última, diez años atrás allá por 1911.

Mirando hacia atrás...aquel 26 de febrero de 1912, el tren de Morrison llegó como cada día ante el Hotel Anglo Hispano, retando a su gerente el popular Sr. Ceruti a que lo cogiera en una tardanza injustificada. Al mismo tiempo que los mozos, como: Antonio Hidalgo, Antonio Álvarez, José Ruca, entre otros, descargaban los bultos de los diferentes vagones, un serio personaje se bajó de los que componían la primera clase, y tras subir a un coche de caballos, que bien pudo ser el de Francisco Hernández, que vivía junto a su esposa en San Isidro, se trasladó al Hotel Reina Cristina.

Aquel elegante viajero, no desentonaba con el aristocrático lugar, todo lo contrario, parecía estar en su hábitat natural. Una vez se inscribió en la recepción del establecimiento, marchó a su habitación. El ahora elegante cliente del afamado en toda España hotel de los ingleses, una vez descansado del viaje se dirigió hacia el despacho de la dirección para cumplir con el motivo de su presencia en Algeciras.

Don José de Lima y Pérez, como así se presentó, abogado y con despacho abierto en la ciudad de Granada, concretamente en la calle San Antón, número 75, no lejos por cierto de las céntricas callejuelas llamadas: Alhamar y Azhuma.

Don Jaime Thomson, con su reconocido buen trato y educación, le extendió su mano y puso a su disposición. Tomando la palabra el granadino abogado, quién, además de expresar su agradecimiento, dejó claro desde el primer momento que el motivo de su entrevista, dado lo delicado del “asunto”, había que abordarlo dentro de un plano de discreción entre caballeros; en función de los apellidos de renombre que saldrían a relucir por quién se autonombraba “su” representante. No quedando a la luz, si el impulso para tal gestión -encomendada al letrado mensajero- había que buscarlo en la preocupación de unos padres, el sentimiento de una esposa despechada, o vaya Vd a saber; pensaría el bueno de Thomson, sin profundizar en este particular, cosa que hubiese sido impropia de su probada elegancia y educación.

A partir de la comodidad que desde el primer momento el popular director ofreció al abogado, y este sintió y agradeció, facilitándole la exposición de unos hechos. El vecino de la ciudad del Darro, comenzó su intervención, preguntando: - Si recordaba que en el mes de Junio del año próximo pasado, se hospedó en el Hotel Don Antonio Blanes Zayas en unión de una señora americana a quién acompañaba otra de la misma nacionalidad, y se llamaba Miss Willcox, y si recuerda la forma de vivir que los tres hicieron en el Hotel, durante su estancia en él. Contestando Thomson: -Que recuerda que dichos señores estuvieron en el Hotel en el mes de Junio, que el Sr. Blanes además de inscribirse con su nombre y apellidos, lo hizo con el título de Excmo. Sr. Conde de Mélito, que durante la estancia en el Hotel los vio reunidos muchas veces como si tuvieran una íntima amistad, que el Sr. Blanes llevaba frecuentemente muchos invitados á comer, obsequiándoles espléndidamente.

Llegados a este punto, el director del hotel, con gesto de enfado y cierta decepción, informó al Sr. Lima de lo siguiente: -Examinado el Registro de Pasajeros por él mismo, vio que estaban arrancadas de él tres hojas de los asientos hechos el día 12 de Junio último, y que en ninguna otra constaba el nombre del Sr. Blanes, ni el de las otras dos señoras; no obstante tiene la seguridad por haberlo comprobado por otros apuntes del hotel, que el Sr. Blanes llegó al establecimiento el día 12 de Junio y se fue el 28 del mismo mes. Añadiendo, con una inevitable sonrisa: -Que recuerda que un día de los que estuvieron en el Hotel, llovió y el Sr. Blanes prestó a la señorita que acompañaba a Ms Willcox unos logins de cuero para que se preservara del barro; que después de marcharse el Sr. Blanes, Ms Willcox le rogó le enviase los logins por el correo dándole las señas del Excmo. Sr. Conde de Mélito, Serrano 31, Madrid; que así lo hizo y que á los pocos días se los devolvieron diciendo que era desconocido dicho señor, lo cual puso en conocimiento de Ms Willconx, viajando hacia París; que dicha Señora le contestó que no recordaba si conservaba la carta.

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