Historias de Algeciras

Santacana y la Cruzcampo (I)

  • Francisco Santacana acompañado de su esposa Josefa Mensayas decidieron, como tantos otros emprendedores catalanes de la época, probar fortuna en nuestra ciudad

  • El establecimiento de vinos y licores cubría las demandas tanto civiles como militares de la clientela de las cantinas y fondas algecireñas

Un vehículo aparcado frente a la bodega de Santacana.

Un vehículo aparcado frente a la bodega de Santacana.

Al comenzar el nuevo siglo, según mi siempre admirado Santacana -don Emilio-, en nuestra ciudad habitaban 12.000 almas censadas. Realmente se calcula que el número bien se podría aproximar a los 14 o 15.000 habitantes, sumando a la cantidad primera los vecinos que huirían del control numérico municipal, siendo el principal objetivo escapar del llamamiento a filas.

En otro plano como el económico, en aquella Algeciras de 1900 no pocos establecimientos supieron adaptarse a las exigencias de la centuria que acababa de comenzar; lo cual no fue óbice para que nuestra ciudad contara con un buen número de pequeños negocios en todas sus diversas variedades dado el auge económico que había supuesto durante la última década del siglo anterior la llegada del británico capital y muy especialmente la presencia de su ferrocarril; así como la siempre presente economía sumergida resultante del tráfico de ilícitos o contrabando.

Pero volviendo al pasado, recordemos que uno de aquellos establecimientos había sido abierto por un tonelero natural de Reus (Tarragona) llamado Francisco Santacana Aloy. Este reusense había nacido en aquella lejana población, el mismo año que La Marine Nationale Francaise, botaba en el puerto de L’orient un navío llamado Algesiras (1804), para recordar la célebre victoria sobre los hijos de la Pérfida Albión (peyorativa expresión de origen francés, recogida en la obra titulada L’ére des Francais, del poeta galo Augustin Louis Marie de Ximenés), en la Bataille de Algesiras (1801).

Años después y para cuando aquel naval encuentro que tuvo como escenario nuestra ciudad se perdió en la memoria del pasado, Francisco Santacana acompañado de su esposa Josefa Mensayas decidieron, como tantos otros emprendedores catalanes de la época, probar fortuna en nuestra ciudad. A lo largo de aquel convulso siglo XIX para nuestro país, a los nombres formado por el matrimonio Santacana-Mensayas se unieron en la aventura comercial que se desarrollaría en Algeciras otros como: Juan Forgas Estraban, Antonio Buisel, Teresa Palacios Fas o Felicia Llorens Jiménez con domicilios o propiedades en el algecireño barrio de la Concepción, y en una vía que quedaría marcada por el origen de sus vecinos: la calle Catalanes.

Una vez asentados en nuestra ciudad, Francisco y Josefa, invierten su capital en un inmueble sito en la popular calle Larga número 29. Constando la citada vivienda de dos cuerpos: el bajo dedicado a almacén incluyendo alambique para la producción de aguardiente, constituyéndose en vivienda familiar el alto del edificio.

La elección del citado caserón, dada su importante ubicación comercial difícilmente puede considerar casual, pues contaba con directo acceso a la calle que posteriormente se denominaría Cristóbal Colón; recibiendo en un futuro el corto tramo frente a la vivienda familiar, por méritos propios, el nombre de uno de sus futuros hijos.

La puerta trasera de la vivienda daba acceso al bullicioso mercado municipal: centro económico, comercial y social de la Algeciras de entonces. El negocio del matrimonio Santacana y Mensayas estaría destinado a la venta al por mayor y depósito de vinos y licores. Entre sus vecinos se encontraban entre otros: Ramón González; Juana Bautista, José Rodríguez y José Jiménez.

Afortunadamente para Francisco y su esposa Josefa, la Algeciras de aquella segunda parte del siglo XIX gozaba de una importante salud económica comparada con la raquítica situación del resto del país. La permanente presencia de contingentes militares, que desde finales de la década de los sesenta embarcaban constantemente desde el fondeadero algecireño en dirección hacia el conflicto colonial del norte de África, o la cada vez más importante economía sumergida resultante de la actividad de la jarampa que se había visto incrementada por una cierta relajación por parte del Estado, preocupado por el traslado de efectivos hacía otros territorios para contrarrestar: asonadas, pronunciamientos y revoluciones varias que igual empujaba a la nación a los brazos de una república transmutada en despistada monarquía y cuya debilidad estatal impulsaba el sistema hacia un belicoso fenómeno cantonal. Y todo ello teniendo como telones de fondo, la sangría de la siempre presente Guerra Carlista, la insurrecta kábila o el cíclico levantamiento independentista en Ultramar. Todo aquel tótum revolútum social y económico, de algún u otro modo favoreció el siempre difícil control -en todos los sentidos- de nuestra zona.

Al calor de esta “próspera” situación económica de subsistencia, transitaban militares de distinta graduación, personal civil funcionarial de alta y media escala, o personajes de honradas intenciones, como también otros de aviesa mirada. Para todos ellos se hacía necesaria la presencia de establecimientos que prestaran los servicios que aquella clientela de “idas y venidas” precisaba.

Así, abrieron entre otras, la llamada posada El Carmen, sita en la llamada por los arrieros Vía de Tarifa, propiedad de José García; convertido en neutral lugar de encuentros y respetado código no escrito, donde: carabineros, contrabandistas, tabacaleros y gentes del buen, mal y regular vivir conformaban una heterogénea clientela.

Otro emblemático y popular establecimiento lo constituía la conocida fonda La Tarifeña, propiedad de Juan Rossi, situada en la plaza de la Palma, junto al mercado municipal y no lejos del establecimiento de Francisco Santacana; también muy visitada por gentes de “variado pelaje y condición”. Y por último, el local de bebidas abierto por Máximo Fernández, en la céntrica y más elitista calle Imperial, esquina al Calvario, donde se daba cita “lo mejor de cada casa”. Todos estos establecimientos encontraron en la firma Francisco Santacana, un fiel proveedor para atender la demanda de su siempre “exigente” clientela. A partir del auge de la Feria Realo creación del Casino de Algeciras, las posibilidades de venta se incrementaron enormemente.

Anuncio de la Bodega Santacana. Anuncio de la Bodega Santacana.

Anuncio de la Bodega Santacana.

Cada mañana, al abrir las puertas de su negocio, Francisco y Josefa se convertían en testigos del progreso de la ciudad. Así, a mediados de la década de los años cincuenta, cuando para entonces la familia se había visto incrementada con la llegada de dos varones y una hembra, Santacana y su esposa recibirían con gran alegría, como el resto de la población, la noticia de la concesión de una de las primeras grandes subvenciones que en lo sucesivo recibiría el fondeadero local: “Por R.O. le fue concedido 300.000 reales para el ya llamado, según La Gaceta (BOE), Puerto de Algeciras”.

No todos los proyectos de aquella época para nuestra ciudad gozaron con tan buen final como los previstos para el ya antiguo fondeadero. Por aquellos días y de la mano del diputado José González de la Vega, se invitó al consistorio local a participar, junto a otras poblaciones afectadas, a las reuniones previas para la construcción de una línea de ferrocarril que uniera la capital gaditana con nuestra ciudad. Algeciras quedaría fuera de aquella iniciativa.

También por aquellos años del fallido proyecto ferroviario-gaditano, Francisco Santacana y esposa, serían testigos desde el mostrador de su establecimiento de la implantación en Algeciras de una estafeta de correos. Aquellas oficinas abiertas junto al Pósito, además de la tradicional correspondencia y paquetería, recibía el llamado “correo extraordinario” con destino a las posesiones españolas en el Pacífico. Llegadas en diligencias las sacas desde la capital del reino, eran trasladadas hasta Gibraltar para ser posteriormente embarcadas en un navío británico que cubría la ruta de las Indias Orientales a través del canal de Suez. Dentro del contexto de aquellas comunicaciones, la firma Francisco Santacana también fue testigo de la llegada del telégrafo a nuestra ciudad, ubicándose su instalación en calle Ancha, esquina al Calvario. Posteriormente, y dada la conveniencia de tal servicio, el consistorio acordó el siguiente ofrecimiento: “El Ayuntamiento tiene una azotea en forma de torre que contiene dos habitaciones [...] y otra un poco más reducida [...] las que cree a propósito para situar la referida estación”.

Llegada la década de los sesenta, Algeciras se constituye en cabeza de puente para las pretensiones coloniales del general O'Donnel, los establecimientos locales como el de Santacana, ven una gran oportunidad de negocio ante la masiva presencia de contingentes en la ciudad.

Por aquellos años el consistorio local remite un escrito a las altas instancias del Estado haciéndole saber: “El estado moral de estos habitantes es inmejorable, sumisos y obedientes; no hay malas inclinaciones y así es que a pesar de la miseria del Distrito afecto de las circunstancias calamitosas del Pueblo, sin tener sus moradores medios para procurarse el sustento, sobrellevan sus penalidades e indigencias con resignación sin que los tribunales tengan que perseguir ni castigar robos, estafas ni atentado contra la propiedad”. Si bien era cierto lo expresado por los munícipes algecireños, no lo era menos la gran economía sumergida existente, pues de lo contrario la tal resignación difícilmente se hubiese mantenido por mucho tiempo sin reconvertirse en reivindicadora violencia callejera.

Y mientras el Ayuntamiento de Algeciras exponía ante las altas esferas de la Administración de modo “sumiso y obediente” la realidad del municipio, los establecimientos de vinos y licores como el de la firma Santancana, seguían en alza cubriendo las demandas tanto civiles como militares.

Durante aquella década, y dada la cercanía con el domicilio familiar, Francisco y Josefa pudieron ver directamente como el consistorio local: “Empedraba parte de la plaza del mercado y enmadronaba calles adyacentes”. Y así, en aquella magnífica época económica -encubierta- para nuestra ciudad, el negocio de Francisco Santacana vivió un gran esplendor. Desgraciadamente cuando el gran esfuerzo comenzaba a recoger su justa recompensa, comenzó el físico declive de Josefa. Coincidente con los padecimientos de la esposa de Francisco, también la nación comenzó con los suyos propios. Y llegó la Gloriosa en el 68, y Algeciras celebró la revolución en la Plaza Alta. El alcalde designado por la recién creada Junta Revolucionaria, Antonio de la Calle, tomó las riendas de la misma en nuestra ciudad. Desde su domicilio familiar en la parte superior del número 29 de la calle Larga, Francisco y la cada vez más enferma Josefa, oirían los gritos de los exaltados revolucionarios subiendo o bajando por la calle Torrecilla (Prim).

Durante aquellos violentos días, el matrimonio Santacana desde su cada vez más consolidado negocio, seguirían muy de cerca -a través, quizá, por los rumores que les haría llegar su clientela-, lo sucedido con el imprudente y autoritario ex-alcalde Gaspar Segura. Poco podían imaginar Francisco y Josefa, que aquellos tristes sucesos serían recogidos en un futuro por su hijo Emilio -en aquel entonces aún estudiante de Derecho-, en un libro sobre la historia de la ciudad de acogida, expresando: “Y por un exceso de celo en sus intervenciones en las causas de contrabando, se había quedado poco menos que indefenso y expuesto a la ira de los enemigos que se había ganado entre sus paisanos. Refugiado en la Comandancia General del Campo, Segura intentó en la mañana del 22 ponerse a salvo en la colonia vecina, al igual que habían hecho otros compañeros del partido, pero la barquilla en la que se dirigía a tomar el vapor de Gibraltar, fue alcanzada por elementos exaltados y en ella fue brutalmente apuñalado, cayendo herido de muerte en los brazos de su esposa”.

Tiempos difíciles para el mantenimiento del orden público, violentos tiempos que frenaron la actividad comercial local; pero aún así, tiempos de renovadas esperanzas en un futuro que estaba por llegar.

(Continuará)

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