Campo Chico

Rotabel, los Moya y el Bachillerato

  • Todavía en los años setenta abundaban las casas donde se podía comprar tabaco, sacarina, Roter, medias de nylon, plumas, relojes y cosas así

El Paseo Marítimo (1965).

El Paseo Marítimo (1965).

En ese recorrido que desde la Plaza Alta a la Baja vertebra el centro histórico de la ciudad de Algeciras, se ofrecen al caminante dos alternativas, la cuesta que ha mantenido el viejo nombre de la calle Real, más asociada al mar, y la que parece anunciar con antelación la presencia del mercado, la calle Sacramento.

No son calles de paseo sino de paso o circunstanciales, pero yo diría que en la elección de la una o de la otra influía el destino final del viandante. La calle Real parecía ser la elección de los que se dirigían a la Marina o al Puerto, y la calle Sacramento la de los que iban a la compra. De hecho, esta última ya era mercado, tanto en su cauce como, sobre todo, en el ancho brazo de la calle Panadería que tiene asociado. El bullicio de las mañanas, desde muy temprano, a un lado y a otro de Los Gallegos, primero, o del Banco de Andalucía, después, siempre me resultó entrañable.

Cuando años más tarde de la desaparición de la freiduría se instaló el banco, acababan de entregar a mi familia el piso que habíamos comprado en el edificio Rotabel, en el número 45 del Paseo Marítimo. La bahía se abría frente a él como un regalo de la Providencia. Antes de habitarlo, mis padres me permitieron celebrar un guateque que acabó siendo interrumpido al anochecer. El guardia civil que vigilaba en una garita próxima, en la acera de enfrente, inmediatamente antes de las piedras que separaban a la acera del mar, no estaba por la labor.

Tengo muchos recuerdos de aquella mi segunda casa, en la que se nos fueron mi abuela y mi padre. El emplazamiento era su principal atractivo, sobre todo referido a los veranos: en un paseo al borde del mar. No obstante, la verdad es que, sin apenas luces y muy escasamente frecuentado, se te antojaba demasiado aislado y solitario, especialmente en las noches de invierno cuando el levante se hacía dueño de la escena. Desde la escalerilla, había que caminar hasta allí en un paraje casi desierto.

En mi habitación rellenamos mi inolvidable amigo Paco Moya y yo la instancia para que él accediera a la plantilla del nuevo banco que venía a ocupar el lugar de leyenda en el que durante muchos años estuvo Los Gallegos. Paco hizo una carrera brillante en el Banco de Andalucía. Después de abrir agencias en el interior y, sobre todo, en la costa de Málaga y Granada, volvió a Algeciras, a aquella oficina, la principal de la ciudad, pero ya de director y seguido de un gran prestigio profesional.

Paco sería, con el tiempo, presidente del Casino y ha sido para mí un ejemplo de bonhomía, de superación y de capacidad de liderazgo, su memoria me acompaña desde que nos dejó hace ya más de un lustro y me acompañará siempre. Su familia fue también mía, no solo por cuanto sus padres significaron en mi niñez y adolescencia, sino además por los acontecimientos que rodearon la vida de Antonio Moya, el padre de Paco, que, empleado de Telégrafos, pertenecía al grupo de los perdedores en la tragedia de 1936. Eso le ocasionaba no pocos trastornos, incluso sobresaltos. Desposeído de su antiguo destino, se ganaba la vida en su popular kiosco de madera situado junto a La Giralda y la ferretería El Martillo, enfrente de El Escudo de Madrid, de los Tejidos Millán y de la Cervecería Universal. Arreglaba plumas estilográficas y vendía cigarrillos de picadura Jorge Russo elaborados con maquinilla de mano. Su mujer María y su hija, Maruja, después peluquera, eventualmente también Paco, los preparaban en su modesta casa del callejón de las viudas y nosotros, Paco y yo, los llevábamos hasta el kiosco interrumpiendo nuestros juegos. Aquella casa, aquella familia, están vivas en lo más profundo de mis sentimientos.

Paseo Marítimo, hacia 1950. Paseo Marítimo, hacia 1950.

Paseo Marítimo, hacia 1950.

Cuando en la mañana se abordaba la calle Sacramento, uno tenía la sensación de estar ya en un mercado. Esa magnífica pescadería que hay hoy era una gran taberna llamada El Túnel, dirigida a transeúntes sobre todo. Un poco más abajo, la alfarería de los Contreras ponía una nota pintoresca en el paisaje urbano. Antonio, el mayor de los hijos, fue mi compañero de banca en el Instituto, en segundo. Doña Cari y Meme Rondón, consecutivamente, fueron mis preparadoras para el ingreso. Había que superar un dictado de cierta complejidad y saber operar con números. Dos pruebas básicas que seguramente no superarían una buena parte de los universitarios de hoy.

Muchos de los que empezaban el llamado Bachillerato, de 10 a 16 años de edad, no lo acababan, sobre todo por inconvenientes derivados de la estructura de la sociedad de aquel tiempo. En las familias con muy limitados posibles, la inmensa mayoría, si salía un trabajo de aprendiz había que cogerlo y, en cualquier caso, algo de menos gasto o de más ingresos eran oportunidades que no podían dejarse pasar. No era raro que a los doce años se pudiera trabajar en hostelería, en una droguería, en una ferretería o para hacer recados, y eso era necesario para muchas familias. En los años cincuenta las desigualdades sociales eran considerables. Funcionarios civiles o militares, comerciantes, tenderos y corredores constituían la burguesía que podía permitirse ciertos dispendios, los demás dependían del estraperlo o de trabajos ligados a los servicios con muy pocas coberturas sociales y bajas retribuciones.

Ser Bachiller entonces era cosa muy estimable y digna de reconocimiento, y bastaba para tener una buena formación. Incluso sin haber culminado esos estudios, ya se disponía de una regular educación gramatical y numérica, amén de unos conocimientos básicos considerables. El cuidado de las humanidades y el domino de la lengua y del cálculo en las operaciones aritméticas permitía lograr unos resultados excelentes.

Mucha gente vivía del trapicheo por imperativo social; era lo que había

Algunos compañeros míos de entonces, que debieron dejar los estudios secundarios a los trece o catorce años, redactan y hablan con gran corrección y dominio del lenguaje. El estraperlo se toleraba, ni había productos ni había posibilidades de alcanzar una productividad razonable. Mucha gente vivía del trapicheo por imperativo social.

Todavía en los años setenta abundaban las casas donde se podía comprar tabaco, sacarina, Roter (un cicatrizante estomacal), medias de nylon, plumas, relojes y cosas así; formaban parte del paisaje. Los viajeros que llegaban a estas lides se servían incluso de los guardias municipales para localizar los lugares en los que era posible comprar esos artículos, diríamos, de importación. Los que estudiábamos fuera éramos, para los que sabían nuestra procedencia, saeteados con encargos y en el tren, era frecuente que en ruta llegaran los de la brigadilla para que les mostráramos el contenido de las maletas; como si estuviéramos atravesando una frontera a la altura de Jimena.

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