Campo chico

Algeciras, calle Real (III)

  • El camión de Correos, aparcado junto al bar Los Rosales, era la foto-fija de la jornada laboral de ese bullicioso espacio urbano

Edificio de Correos, hacia 1955.

Edificio de Correos, hacia 1955.

Entre Fillol y Los Rosales, el edificio de Correos y Telégrafos fue magníficamente remodelado a finales de los años cuarenta y en su inauguración se acordó con una firma comercial la organización de un espectáculo insólito: un paracaidista se tiraría desde lo más alto del edificio –unos 25 m– mientras pequeñas botellitas de Licor 43, tocadas con paracaidistas a juego, caían levemente amortiguadas por sus débiles caperuzas. Naturalmente, pocas fueron las que llegaron al escaso suelo accesible entre el gentío y aún menos las que aterrizaron enteras. El pobre paracaidista, como se podía suponer, no se mató de milagro; a duras penas llegó, tratando de librarse de las telas que lo agobiaban por todas partes, a una de las sillas que había junto a las mesas del bar. Ignacio, que todo lo arreglaba con alguna combinación alcohólica, le puso una buena copa de Fundador y aunque finalmente se fue cojeando, ya tenía otra cara.

El camión de Correos, aparcado junto a Los Rosales, con el morro hacia el sur, era la foto-fija de la jornada laboral en ese bullicioso espacio urbano. El camión servía de enlace con la estación de Renfe e iba a la de San Pablo Buceite, las veces que el tren no podía pasar del término municipal de Jimena, por algunas de las numerosas razones que podían darse, sobre todo en invierno. Un funcionario de Correos encargado de que la tarea se hiciera como es debido y sin demora, José Silvestre, pendiente siempre del camión, alternaba su puesto en la oficina con un taburete en un rincón muy disputado, pegado al mostrador de Los Rosales. Era madrileño, de buen porte, con ese bigote tan característico de los jóvenes maduros de la época, y vivía en una habitación alquilada, en casa de la Tía Anica (pronúnciese TiaNica, seguido y sin pausa), una señora de gran relevancia social en la Algeciras de la época. Aunque se trataba de un nombre compuesto, en Los Rosales le llamaban Don Silvestre o Señor Silvestre. Su caso fue el de no pocos que llegaron rechazando el lugar e incluso prometiendo no volver, y acabaron viviendo para siempre en Algeciras e incluso reservándose una plaza en el viejo cementerio junto al mar, para cuando Dios dispusiera el traslado al Camposanto.

Me contaba María del Carmen, su hija, que Silvestre conoció a Tina, su madre, una morena de ojos verdes que daba gusto ver, en ese trasiego diario que cumplía entre Correos y la casa de la Tía Anica, nada más empezar la calle Sacramento. Tina vivía en el patio de Ramón Méndez, personaje del que también hay mucho que hablar. En ese patio, enfrentado a la embocadura de General Castaños, había una conífera, semejante a un pino araucano, gemelo del que hay en el Hotel Bahía de El Rinconcillo, que era visible desde muchos kilómetros a la redonda. El balcón de la casa de Méndez, por su ubicación en el cruce de calles, era requerido para los Vía Crucis, frecuentes entonces. El padre dominico algecireño Fray Carlos Lledó López, que falleció en diciembre a los noventa años, cuyo hermano Emilio fue alcalde de Algeciras (1971-76), predicó desde él en varias ocasiones. Ambas aceras constituían una calle importante, tanto social como comercialmente.

La Perseverancia. La Perseverancia.

La Perseverancia.

A Los Rosales le daba la réplica el bar Moya, frente a Correos, una concepción de negocio distinta y complementaria. Los Rosales era el bar de la burguesía, de los militares y de los funcionarios, un establecimiento consagrado al copeo de mediodía, muy intenso en ese tiempo; de tapas, de mariscos frescos y de encuentros en torno a una media botella de algunos de los finos jerezanos de mas prestigio: La Ina, Tío Pepe, Mantecoso, Carta Blaca, San Patricio y otros de similares tapones. El bar Moya era ese café de estancia larga, de corredores y de ganaderos, del corte de los que salen en las coplas. Con la clásica cabeza de toro, en el Moya se concentraba gran parte de los negocios de correduría que se hacían en Algeciras. Más tarde, con nuevos aires de modernidad y una vocación parecida, se instalaría la histórica cafetería Mercedes en la Plaza Alta, ocupando el espacio de la confitería Miranda. El Mercedes –como se le alude– fue con el tiempo, un lugar de encuentro para los toreros de plata, de los que Algeciras puede ser tenida por una auténtica cantera.

El bar Moya y la tienda de Curro López eran los locales comerciales de la planta de calle de un edificio señorial en el que vivían dos familias de esas que son esenciales para acercarse a la realidad de una época. La familia Morón Ríos reunía dos apellidos entrañables, el de Don Ventura y el de los Ríos, panaderos estos cuyo obrador y despacho en el número 3 de la hoy Cánovas del Castillo, la cuesta de la calle Real, eran una institución. A la otra familia, Benítez Santos, pertenecía Manuel, uno de nuestros más importantes pintores, y José Antonio, el único superviviente, que alterna su domicilio de Sevilla, donde se jubiló como profesor de Secundaria, con el de Algeciras. Manuel fue el pintor por excelencia de la familia real española exiliada en Estoril y uno de los grandes retratistas contemporáneos.

José Antonio estudió canto y arte dramático en Madrid y es autor de un ensayo, Carnavales de Algeciras, publicado por la Delegación de Feria y Festejos del Ayuntamiento, en 1988. Noni, que es como le llamamos todos los que tenemos el privilegio de disfrutar de su amistad y proximidad, es uno de esos algecireños de honda radicación y conocimientos, que ha contribuido a que sepamos más de nosotros mismos. Sus notas biográficas del Dr. Ventura Morón (Almoraima, nº 45, 2016), del músico Millán Picazo (Almoraima nº 36, 2008) y, sobre todo, del maestro Cayo Salvadores (Almoraima, nº 13, 1995), víctima de la barbarie sufrida en los años treinta, son referencias obligadas e ineludibles para todo el que quiera saber algo de estas tres grandes figuras de nuestra pequeña historia.

Ramón Méndez, el de la casa del pino, que era como un mástil de la ciudad vista desde Sierra Luna, fue representante en Algeciras –y supongo que en la comarca y aledaños– de la Casa Domecq. Los brandis de esa firma estaban entonces entre los más vendidos y el fino La Ina era un líder entre sus iguales. En los años cincuenta, tanto en la puerta de la casa de los Méndez como en Los Rosales y en la plaza de toros La Perseverancia, se exhibían grandes azulejos de la marca. El de la plaza y el de la casa de Méndez representaban a un maletilla que acaba de salvar la valla de una finca huyendo de un novillo con presencia de cuatreño. Antes de que en la Plaza Alta se instalara el Banco Español de Crédito, uno de los primeros bancos en hacerlo en Algeciras, en los bajos de ese espléndido edifico que hace esquina con el callejón de Ritz (llamado así popularmente por un hotel que estuvo en él con ese nombre), primitivamente San Pedro y hoy Joaquín Costa, había una mantequería de los Méndez en cuyo escaparate reposaba un enorme queso al que se aludía como referencia del lugar.

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