Campo chico

Algeciras, calle Real (II)

  • Los Rosales era uno de los bares más representativos de la sociedad de aquel tiempo; marca tipo de nuestra idiosincrasia

La calle Real. Al fondo, el Casino.

La calle Real. Al fondo, el Casino.

A raíz de la primera entrega de esta serie, Carlos de Las Rivas, algecireño que concentra en él y en sus hermanos una alta densidad étnica comarcal, me llamó la atención sobre un hecho que me pasó desapercibido; bien que dedico mucho tiempo a consultar documentos y a personas, mis numerosas dudas y todos aquellos aspectos, centrales o colaterales, de lo que se me ocurre al pensar, hablar o escribir. El Historiador Montero era antepasado directo de los De Las Rivas, como, naturalmente también, su hijo Francisco Vicente, que presidió por primera vez y por poco tiempo, la autoridad portuaria de la Bahía de Algeciras, precisamente cuando el legendario alcalde Emilio Santacana organizaba la acogida a los asistentes a la Conferencia de Algeciras, en la que las grandes potencias se repartieron la tutela del Magreb y no pudieron evitar, aunque la retrasaran, la inminente llegada de la gran guerra de 1914.

Resulta que la errónea información, que aparece en el párrafo de la Historia de Gibraltar y de su Campo, al que nos referimos el pasado Campo Chico, relativa a la radicación de los repobladores de Algeciras en las primeras décadas del siglo XVIII, está con toda evidencia basada en lo que nos cuenta, muchos años antes, el ilustre grazalemeño Ignacio López de Ayala. En su Historia de Gibraltar (1782) se refiere a un supuesto oratorio “que había en Algeciras con la advocación de nuestra señora de la Palma (…) en el cortijo de los señores Gálvez, naturales de Gibraltar”. De modo que Montero debió de confiar en la autoridad de López de Ayala y sin más, asumió el error y lo legó a la posteridad. Estos deslices de corto alcance, no disminuyen la importancia extraordinaria de estas dos obras; la de López de Ayala, es la más antigua publicada tras la fraudulenta toma de Gibraltar.

El catedrático y académico López de Ayala declara explícitamente en su libro, haber recurrido a la Historia de Gibraltar más antigua, en términos absolutos, que se conoce; la de Alonso Fernández (o Hernández) de (o del) Portillo, gibraltareño cuya fecha de nacimiento sitúan los expertos entre 1543 y 1545. En su calidad de miembro elegido del Concejo de la ciudad durante 25 años, entre 1597 y 1622, fue testigo privilegiado de ese período y su fiabilidad como observador y relator es grande. “Sólo cuento lo que he visto, escrito y oído a personas que vieron [lo sucedido]”, escribe en referencia al relato que parte del repoblamiento de Algeciras (1502) en tiempos de los Reyes Católicos. El manuscrito de su obra fue depositado, en algún momento anterior a 1782, en el archivo municipal de Algeciras. Y como no es de ahora eso de que en nuestra ciudad se pierdan los legados y los depósitos, sino que sucede de antiguo, ese manuscrito se perdió. Lo encontraron hace tres décadas, más o menos, en la Biblioteca Nacional, Francisco Humanes y Juan Ignacio de Vicente Lara, si bien no ha trascendido la coautoría del segundo, gran investigador e historiador algecireño. Antonio Torremocha prepararía su publicación en 1994, editada por el Centro Asociado de la UNED en Algeciras.

Fillol y Correos. Fillol y Correos.

Fillol y Correos.

Cuando en el número 2 de la calle José Antonio (antigua calle Real), se cerró el Bar Los Rosales, en los último días de 1967, el edificio fue demolido y en su lugar se construyó el actual. Mucha historia se nos iba con esa renovación que, como tantas otras, iba a participar en la trasformación progresiva, sin orden ni concierto, del centro histórico de Algeciras. Políticos y técnicos no supieron administrar el crecimiento experimentado por la ciudad, que en la década de los cincuenta, más que duplicó su población y siguió incrementándola en un 25% en las décadas sucesivas. De los algo más de 25.000 habitantes de 1940 se alcanzaron los 82.000 en 1970, uno de los crecimientos más grandes y rápidos de la posguerra, a nivel del Estado; en el que tuvo mucho que ver la política de rehabilitación del Campo de Gibraltar frente al estatus colonial de la Roca, que culminó en el cierre de la verja en 1969.

Había en nuestra ciudad grandes maestros de la sastrería: Saavedra, Rendón, Romero y Alonso, entre otros

Habrá que detenerse en Los Rosales, uno de los bares más representativos de la sociedad de su tiempo; marca tipo de nuestra idiosincrasia. Pero es que, junto a él, mediando el portal de la casa, y rodeando la esquina de la Plaza Alta estaba La Africana, de don Miguel Lozano, uno de los grandes almacenes de tejidos que había en la Algeciras del antes del prêt-à-porter, cuando hacerse el traje a medida era lo habitual y el traje dominaba en el modo de vestir de la gente. Había en nuestra ciudad entonces grandes maestros de la sastrería: Pepe Saavedra, José Luis Rendón, José Romero y Julio Alonso, entre otros. En los años cincuenta, se instaló en la calle Ancha, una importante sastrería madrileña, Cabezón, cuya casa central estaba en la madrileña calle Arenal, a pocos metros de la Puerta del Sol. Tal era su dimensión de negocio, que incluso disponía de un encargado de relaciones públicas, Ricardo Serrano, un bilbaíno en el amplio sentido del gentilicio, que vino desde Madrid y fue un personaje a la medida del rico anecdotario de ese tiempo. Descubrió Los Rosales en la noche de un sábado acompañado de su esposa, Carmen, una mujer espléndida de una elegancia poco común. Debió de gustarle el ambiente y se convirtió en cliente habitual de los animados mediodías de entonces. Empezó por tomar un vermut con ginebra, bebida muy de la burguesía acomodada de la capital, hasta que después de varios días, Ignacio, el dueño, se aproximó y le dijo: “verá usted señor, eso del vermut con ginebra es una cosa que aquí no suena bien, así que le voy a invitar a una media de Tío Pepe y lo seguiré haciendo, cada vez que venga, hasta que se acostumbre y deje usted de beber esas cosas tan raras”. Ricardo pasó a formar parte de una clientela irrepetible y contaba esta anécdota como lo más sorprendente que le había pasado en un bar a lo largo de su activa vida de alterne. Tuve una larga relación con Ricardo y Carmen en mis primeros años de estudiante en Madrid; escucharles hablar de su estancia de unos pocos años en Algeciras, me resultaba de lo más interesante.

Fillol, en el otro extremo de esa acera y de ese brazo de calle, era un establecimiento que acogía como ningún otro al turismo de calidad que pasaba por Algeciras. Era un bazar, en el buen sentido de la palabra, en el que el suvenir alternaba como objeto de deseo con la moda o con cualquier otra cosa que pudiera ser comprada en una tienda, incluidos los banderines o escudos de solapa del Algeciras C. F. o de la propia ciudad. Un negocio familiar en el que Félix, un solterón de excelente buen ver, destacaba sin proponérselo. Gente magnífica y de bien. Extraordinarios profesionales que le daban al viajero una sensación muy positiva de la ciudad. Inolvidables para los que tuvimos el privilegio de conocerles. Guardo entre mis objetos entrañables unos soportes de libros que ellos me regalaron cuando ya se disponían a cerrar para siempre.

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