En mayo de 1939, cuando era una realidad el fracaso de la política de apaciguamiento aplicada por Francia e Inglaterra en los acuerdos de la Conferencia de Múnich, flotaba por Europa el espeso temor a una guerra. Las concesiones realizadas a Hitler no habían servido para frenar la voracidad agresiva de la Alemania nazi desplegada desde hacía tres años. Como el anuncio de una primavera oscura, cada mes de marzo Hitler mostraba a su voluntad expansionista. Primero fue en 1936, cuando ordenó la ocupación de Renania, desmilitarizada por el tratado de Versalles; luego llegó el turno de Austria, en marzo de 1938, en el que llevó a cabo su anexión, el llamado Anschluss, y por último, en marzo de 1939, el momento en que convirtió lo acordado en Múnich en relación con Checoslovaquia en papel mojado al invadirla y ocuparla. Insaciable, ese mismo mes, Hitler ordenó la anexión del territorio lituano de Memel. En la primavera de 1939, todas las miradas estaban puestas en Dantzig, la ciudad báltica perteneciente a Polonia, cuando de nuevo Francia y Gran Bretaña se apresuraron a proclamar su apoyo a Varsovia ante la voracidad alemana.
Esta política agresiva se vio favorecida por la existencia de una poderosa corriente pacifista surgida tras el horror de las trincheras, que se unía a la admiración hacia los totalitarismos y a un rechazo de la democracia liberal que había traído la Gran Guerra y la crisis de los treinta. Y es que estos fueron años de confusión, de extravío de talentos, de maniobras de oportunistas que circulaban de uno a otro extremo. Una situación poco favorable a mantener una política de firmeza ante la agresividad de la Alemania nazi. El 4 de mayo de 1939, cuando los arsenales de Europa se abastecían rápidamente y la ciudad polaca estaba en boca de todos, el periódico parisino L’Oeuvre publicó un artículo provocador titulado Mourir pour Dantzig?, en el que la pregunta ya era una proclamación. Su autor era Marcel Deat, un brillante normaliano, diputado socialista y pacifista, considerado uno de los políticos ascendentes de la III República.
En el texto Deat mantenía que defender Dantzig, es decir, hacer frente a las pretensiones de Hitler, que no tenían fin, no merecía la muerte de un solo campesino francés. Ante esta opinión expresada por quien había sido capitán en las trincheras de Verdún, cabría pensar que respondía al pacifismo de entreguerras semejante al de Erich María Remarque. Sin embargo, el Marcel Deat que escribió este artículo era ya el político que recelaba tanto del bolchevismo como del capitalismo y su fervor pacifista estaba impregnado de una cercanía hacia la Alemania nazi y la Italia fascista. Aunque proclamaba que su desinterés por Dantzig no suponía aprobar las ambiciones territoriales de Hitler, la realidad es que no hubo por parte de Deat ninguna reprobación a esta política. La polémica duró poco, pues un año más tarde, en junio de 1940, las tropas alemanas ya desfilaban por París. No sorprende que muchos de los pacifistas de entreguerras, como Marcel Deat, se acomodaran rápidamente en el nuevo régimen de la Ocupación nazi, colaborando con Alemania con mayor entrega que el mundo de Vichy. A pesar de que es casi un triple salto mortal, se puede establecer una comparación con la actualidad. Si se sustituye a Hitler y Dantzig por Putin y Ucrania, hay declaraciones y escritos que ahora se plantean no ya si hay que morir por Kiev o Europa, pues de momento los muertos los pone Ucrania, sino que rechazan poner los medios para evitarlo, sabiendo que ese desdén por la seguridad, que es una de las exigencias primarias de una sociedad libre, beneficia a los agresores. Probablemente, quienes abanderan un pacifismo confuso y dudan de la necesidad de incrementar los medios que proporcionan seguridad a Europa y permiten que continúen vigentes sus valores y su soberanía, tienen hacia la Rusia de Putin la misma admiración que Marcel Deat manifestaba hacia la Alemania de Hitler, con lo que esto tiene de sospechoso dado lo sucedido.