Tribuna

César romero

Escritor

Los dos mandamientos

La obligación de estar alegres es uno de los principales mandamientos de esta época y quizá sea la causa de que la vida occidental se haya convertido en un espectáculo continuo

Los dos mandamientos Los dos mandamientos

Los dos mandamientos / rosell

A los niños, cuando usan la razón pero aún no están maliciados, les causa una tierna simpatía ver a viejos achacosos alegres, casi rozagantes. No suelen reparar en los falsos alegres, sino en aquellos que encarnan una alegría no impostada. A diferencia de los adultos, no fingen ante la alegría forzada, que parece ser una de las obligaciones de nuestro tiempo. En la última edad y en todas las precedentes. Ya desde que es matriculado en la guardería, el niño debe cumplir el mandamiento de estar alegre. Debe pintarse o disfrazarse cada dos por tres, asistir a fiestas, cantar canciones ñoñas, jugar con sus "amiguitos" aun sin ganas. Cuando se convierte en joven, le es impuesta en forma de diversión. El adolescente casi ha perdido su derecho a estar enfurruñado, enfadado con el mundo. Redes sociales, institutos, familias trazan una imagen edulcorada de la vida. Y como esas visitas teatralizadas a lugares señeros, que creen aburrir con datos e historias y todo lo fían a un constante trajín sobreactuado, acaban representándoles una patochada que los aburre. El adulto también tiene la obligación de estar alegre, bajo la imperiosa voluntad de ser feliz. Nadie quiere ser infeliz, pero sabe que la felicidad no es permanente. El más afortunado de los mortales atesora bastantes momentos de dicha, y sabe que esos hitos son excepcionales, por mucho que le digan que la vida no es una llanura con algunas estribaciones sino una continua estribación. El viejo, en fin, tiene que bailar en verbenas, y cantar a coro en su asilo, y enfatizar su alegría entre pastilleros, pañales y duermevelas que son la antesala del sueño eterno, la muerte jamás llamada por su nombre puesto en olvido.

Esta obligación de estar alegres es uno de los principales mandamientos de nuestra época y quizá sea la causa de que la vida occidental se haya convertido en un espectáculo continuo. Los festivales, las celebraciones, los saraos, el espectáculo, en una palabra, da la apariencia de alegría, que tal vez sea lo buscado, no siempre es la real y auténtica alegría. Se rehúye del pesar, y cuando aparecen motivos de pesadumbre se carga la suerte en su origen individual, no colectivo. De los males apremiantes se nos responsabiliza a cada uno por separado, no a la sociedad en conjunto. Del hambre mundial es responsable usted, por tirar comida cuando otros no tienen qué llevarse a la boca. Del cambio climático es responsable usted, por conducir un vehículo humeante. De la discriminación de grupos desfavorecidos, usted, por no tratarlos como debería y seguir usos y costumbres anticuados, malquistos. A la vez que la responsabilidad concreta exigida a cada persona ha ido mermando, la exigible, más etérea, va en aumento, quizá porque la atribuible a la sociedad es rebajada por otro de los mandamientos que rigen nuestro tiempo: el grupo está por encima del individuo. Es menos responsable que quienes lo forman porque busca un buen fin, con ánimo desinteresado, no el beneficio propio que guía a cada persona. El grupo está por encima de los individuos que lo conforman.

Ya desde la guardería se potencia esta supremacía. Se educa para vivir en sociedad, la educación consiste primeramente en aprender a socializarse. Siempre lo fue. Pero ahora se prima lo que hay de sociedad sobre lo que hay de individualidad en cada quisque. En el colegio, se fomenta el estudio en equipo. Los viejos viajan en grupo, viven, mientras son autónomos, cada día más en esa especie de colegios mayores llamada cohousing o covivienda. En las empresas, el jefe, que sigue existiendo, aunque con otras denominaciones digamos que menos contaminadas de mando, se mezcla con los empleados, trabaja en y con equipos. Se alaba tomar decisiones en común, compartir liderazgos, domar talentos briosos para ponerlos a contribución del negocio colectivo. Un César, un Churchill, un político que afronte el peso de sus decisiones en solitario es alguien del pasado. Se impone el liderazgo grupal. El científico que en la soledad de su laboratorio daba con un hallazgo genial se ha difuminado frente a los equipos de investigadores. ¿Quién es capaz de citar un Nobel científico de los últimos decenios? ¿Y quién no conoce a Fleming o los Curie? El artista, quizá el exponente más genuino de la individualidad, desde el torero al pintor pasando por el escritor, vive horas bajas, y sólo si empuña banderas grupales, asume la voz o representación de colectividades, o cumple con este mandato actual, en definitiva, obtiene el beneficio de la atención, el halago seguro y tal vez desmedido. Y sólo así, a veces, parece admitírsele que no siga el otro mandamiento de obligado cumplimiento hoy en día: el de la alegría.

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