José Antonio González Alcantud

Mozart en San Francisco

La tribuna

A la salida de la ópera íbamos todos agrupados y temerosos de una masa que se había agrupado delante de la biblioteca pública. Eran los drogadictos del fentanilo

Mozart en San Francisco
Mozart en San Francisco

08 de junio 2024 - 00:30

Vuelvo sobre la obra del visionario Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. El protagonista, Rick, recorriendo las calles de San Francisco tras la guerra nuclear que ha dejado la Humanidad reducida al mínimo, llega a la ópera de la ciudad, donde ponen en escena Die Zauberflöte (La flauta mágica), de Mozart. La cantante que hace de Pamina tiene una interpretación sublime. El policía la oye embelesado. Este, en realidad, es un cazador de recompensas, que, con su aparato de empatía, va localizando androides Nexus-6, tan parecidos a los humanos que solo con este instrumento, suerte de la máquina de la verdad, pueden ser detectados. Podemos imaginar que, en 1968, fecha de la publicación de la novela de Dick, este se ha anticipado a la Inteligencia Artificial. Al finalizar la función Rick se acerca al camerino de la diva Luba Luft. Al aplicarle el test de empatía, con preguntas a cuyas contestaciones el aparato es sensible, descubre que la cantante es una androide. La liquida a tiro limpio, sin piedad, a pesar de estar cautivado por su voz. Él necesitaba el dinero de la recompensa para comprarse una oveja de verdad. Lo cual no es óbice para que Rick acabe haciendo el amor con otra androide, Rachel; ahí acecha el peligro. Se me quedaron grabada a fuego estas escenas mientras las leía en el metro.

Hace pocos días, inaugurando la temporada veraniega, la ópera de San Francisco ha puesto es escena una versión muy sugestiva de The Magic Flute. Se trata de una producción en colaboración con la Komische Oper de Berlín. Como decorado sólo se empleaba un telón de fondo blanco a modo de pantalla cinematográfica. Sobre él se proyectaron escenas virtuales, imitando al cine mudo, en especial las películas de Buster Keaton y F.W. Murnau (Nosferatu, en especial), que eran acompañadas por los cantantes. El primer acto estaba tan acelerado de máquinas rodantes y escenas fabulosas en movimiento, que desorientan al espectador, y me temo que también a los artistas, más pendientes de la performance que de sus voces. La ópera exige estar centrados en la música, en transmitirnos el grano de voz y la vibración. Mi amigo Francisco Márquez Villanueva decía que no le gustaba la ópera porque el trabajo de los artistas era inhumano: “si actuar ya es difícil, actuar y cantar ya sobrepasa las fuerzas de cualquiera”, aseveraba. Empero, por primera vez en mi existencia de aficionado me sentía irritado: lo digital había acabado con el en sí de la ópera de Mozart. El recordatorio que yo tenía de Zauberflöte era muy vívido: hace años en Viena, en su teatro, me pareció majestuosa. Ahora, no aplaudí en el intermedio, estaba confuso. A la gente, en esta première, parecía agradarles mucho la innovación, aunque sólo había oído risotadas en cada escena. Llegada la segunda parte, las máquinas virtuales dulcificaron su fragor, y de esta manera los cantantes se concentraron en su trabajo hercúleo. En el aria de la reina de la noche tronaron los aplausos. Y así sucesivamente. Incluso, cuando se apagó la deslumbrante pantalla, se acabó el símil del cine mudo, y apareció el coro desnudo, sin parafernalia, cantando, se llegó al momento óptimo. Bravo.

Unos días antes había visto, San Francisco, una película de 1936, con Clark Gable en el papel estelar, que fue dirigida por W.S Van Dyke, contando con el apoyo entre bambalinas de Griffith y Von Stroheim. La historia era inmediatamente anterior al terremoto seguido de incendio, que destruyó casi totalmente la ciudad en 1906. Una cantante pueblerina, procedente del profundo oeste, de Colorado, es contratada en The Paradise, un club nocturno regentado por un tipo duro, que recuerda al Rick de Casablanca. Un día, oyen a la chica los dueños del Tívoli, un local de ópera. El dueño del Tívoli enamorado de la cantante quiere a toda costa llevarla a su teatro. El hombre duro se la disputa sin demasiado entusiasmo. En el momento álgido sobreviene el terremoto de 1906, la ciudad se hunde, arde. Se destruyen todos los teatros incluido el Tívoli. Se salvan el cínico y la cantante. La trama queda resuelta con todos cantando glorias a Dios, y prometiendo reconstruir la ciudad destruida, que se levanta sobre sus cenizas.

A la salida de la ópera íbamos todos agrupados y temerosos de una masa que se había agrupado delante de la biblioteca pública. Eran los drogadictos del fentanilo, cientos de hombres y mujeres sonámbulos. Nosotros, éramos decenas. Pasamos con nuestras corbatas y vestidos de noche sin rozarnos. Cayó finalmente el telón. Sólo se me ocurre un acto final alternativo para esta ópera humana, virtual, real: me veo, acompañado de los ludistas, aquellos que destruían las máquinas a los inicios de la Revolución Industrial, gritando a coro ¡Hasta el gorro de la IA! ¡No la quiero! La IA se traga ineluctablemente la voz humana, como los efectos especiales de la última Zauberflöte. No la toleren, por favor.

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