Manuel Bustos Rodríguez

Bolivarianismo en España

La tribuna

Bolivarianismo en España
Bolivarianismo en España / Rosell

28 de mayo 2024 - 00:15

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la izquierda viró hacia la socialdemocracia. El caso de España, con Felipe González a la cabeza, aunque más tardío que en otras partes de Europa, es un claro ejemplo. Tras la crisis experimentada en los setenta, volvió a virar, mirando hacia las ideologías que habían irrumpido con fuerza en mayo del 68 (feminismo radical, ecologismo, globalismo, abortismo y laicismo, entre otras). No obstante, se mantienen aún algunos regímenes de la izquierda comunista clásica como los de Corea del Norte o Cuba, y China hace tiempo que fusionó a su manera comunismo y capitalismo. Hoy, la nueva izquierda está representada fundamentalmente por la vía bolivariana, siendo Hispanoamérica donde ha encontrado un mejor acomodo.

En este contexto es preciso enmarcar el camino emprendido por la izquierda española para convertirse en la versión europea de este modelo. Se trata, por tanto, de su irrupción en nuestro Continente a través de su flanco Sur. Eso sí, por su pertenencia al ámbito occidental y europeo, en España ha sido preciso limitar algunas de las manifestaciones específicamente americanas, si bien la música de fondo es la misma: aumento descontrolado del déficit público para contentar a las masas con algún tipo de ingresos que les asocien a la defensa del sistema y el dominio político de la izquierda, mantenimiento de tensiones entre partidos para justificar acciones encaminadas a lograr sus propósitos frente a un enemigo ficticio, toma del poder judicial vaciándolo de su sentido arbitral y control del mayor número posible de medios de comunicación, además de infiltraciones en instancias económicas, de representación y poder, y el desprecio de la verdad sin cargo alguno de conciencia.

El discurso y el escaparate propios del sistema democrático se mantienen para contrarrestar posibles rechazos externos. En España se añade un rasgo específico: la alianza con los separatistas, conducente a una ruptura por entregas de la actual nación española.

Todo esto es conocido por los analistas. Entre el público, hay de todo. Algunos aún no se han percatado de la gravedad de la situación y quieren pensar, por interés particular o mero buenismo, que las leyes y las instituciones siguen funcionando como en cualquier sistema democrático acreditado. Olvidan que este ha sido ya profundamente alterado. Otros consideran todavía posible obtener la reversión de ciertas medidas perjudiciales o tramposas, y el restablecimiento por las vías ordinarias del orden violado.

El sistema democrático está basado en una convención por la que se establecen unas reglas de juego de obligado cumplimiento para que este pueda funcionar correctamente. Es como una partida de ajedrez, donde los dos participantes enfrentados conocen las reglas que la regulan y se ciñen a ellas. En nuestro caso, el problema es que una de las partes ha decidido alterarlas unilateralmente y hace trampas, mientras la otra, aún perseverante, sigue intentando cumplirlas. Pero, aunque no abandone la partida, la tiene prácticamente perdida de antemano, si no se restituyen y respetan las reglas de juego.

Quienes no parecen haberse enterado del cambio y siguen ateniéndose respetuosamente a las reglas y a la Constitución como si estas no hubieran sido alteradas, muestran una actitud sin duda encomiable. Sin embargo, envían a sus conciudadanos una imagen distorsionada de normalidad, y terminan por asimilar los hechos consumados impuestos por la otra parte, aceptando el nuevo escenario, mientras siguen el juego pensando que así al menos tendrán cierto margen de participación y podrán proponer algunas limitadas reformas. Pero no se debe de olvidar que hay también quienes, sin importarles en el fondo las normas, apoyan la deriva procurada pensando que les ha de beneficiar o que su visión del mundo triunfará.

Para los que creen en las bondades del sistema, el problema no será tanto reconocer el empeoramiento de la situación y darle vueltas a las distintas combinaciones de coalición posible; sino saber qué hacer cuando la democracia, con sus reglas de juego alteradas, es incapaz de parar el proceso de deterioro iniciado y se contempla el abismo a qué aboca. ¿Se debe esperar a que el sistema genere por sí mismo el antídoto necesario? ¿Cuántos casos conocemos de llegada de tiranías y dictaduras al poder por vía democrática, tras alteración grave pero sibilina de las normas, sin que el sistema por sí mismo sea capaz de responder con eficacia a la deriva? El escenario resultante puede consolidarse luego, sin que nadie sea capaz de moverlo. Es más, mientras los inductores de la alteración obedezcan para lavar su imagen a las grandes directrices marcadas por los poderes globalizadores, tendrán probablemente asegurado el mutismo internacional o, en todo caso, que las quejas y reprobaciones no pasen de ser un leve susurro. Problemática salida.

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